
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La zona militar es la mejor de la Plaza de España
Hemos sucumbido al Do it yourself (en román paladino, háztelo tú mismo, así ahorramos mano de obra, y además te haremos pensar que todo esto es divertido). Hemos hocicado, hace ya mucho, con lo de despacharnos el gasoil. O la fruta, después del individuo que, sin hacer uso del profiláctico guante, ha magreado –diría que con lascivia– uno a uno los tomates. Hemos tragado incluso con el autoservicio en bares sevillanísimos. Usted pide y al rato vocean su nombre por megafonía –como para ir de incógnito–, y allí que va el tío las veces que haga falta, cautivo y desarmado, haciendo el paseíllo entre las mesas para el deleite de la concurrencia, que se entretiene valorando si a su cara le pega o no le pega semejante nombre. Hasta nos han obligado a abrirnos solitos la cuenta bancaria que nos tupe a comisiones. Ya solo nos quedaba humillarnos en lo más humillante: que, después de una larga cola, usted se cobre a sí misma. Pues hágase. La ultramodernez de los nuevos autocobros, que amplían la práctica más allá de párquines y máquinas expendedoras, ha llegado a Sevilla. No puedo evitar sentirme ridícula.
Hay algo en el autocobro que me solivianta. No es por señoritismo. Quizá vaya en contra de nuestra cultura, adscrita por siglos al regateo, al trato, al arreglo, al precio final “más apañaíto”, a intercambiar no solo monedas, también y al menos un par de palabras. Las vejatorias cajas de autocobro, que se han instalado en cada vez más cadenas de tiendas en Sevilla, van dejando en las colas un reguero de tristeza. Salgo del Decathlon con leggins nuevos y una también novedosa sensación de soledad, y del Stradivarius con el olor a su ambientador tatuado en el sistema límbico y el regusto de quien pasa por caja como quien sube voluntaria al cadalso. En el Ikea –lugar que, por defecto, reta la solidez hasta de los matrimonios más inquebrantables–, en las autocajas cobramos tintes de absoluta rendición. Da cosica ver al hombre al que amas, o alguna vez amaste, semiaplastado por el tablero que trata de mantener erguido sobre el carro, mientras tú haces contorsionismo para acertar al código de barras con la pistolita, abonas la pasta sin que nadie te sonría, y te haces a ti misma la factura.
Dudo que las empresas que implantan el autocobro logren reducir personal, aumentando así sus resultados. No al menos en Sevilla. No se fían de nuestra honestidad en el pago, lo que les obliga a mantener a empleados cancerberos que, en vez de cobrarte, te fiscalizan, tratándonos como a presuntos descuideros. Comienzo a sospechar que el autocobro no está para ampliar el margen de beneficios, sino para recordarnos que somos unos tristes tigres, que hemos sido derrotados, que volamos en Ryanair. Solo nos falta que nos den una colleja a la salida. (Mejor no dar ideas). Cuídense.
También te puede interesar