Monticello
Víctor J. Vázquez
No es 1978, es 2011
José Miguel Isidro del Sagrado Corazón de Jesús Gómez Ortega nació el 8 de mayo de 1895 en Gelves. El nombre de Isidro le vino dado porque le bautizaron el 15 de mayo siguiente, festividad del citado santo. José era el sexto y último hijo del matrimonio formado por el torero sevillano Fernando Gómez García Fernando el Gallo y la bailaora gaditana Gabriela Ortega Feria.
Comenzó su meteórica y truncada carrera taurina con el apodo taurino familiar, Gallito; más tarde se le conoció como Joselito y Joselito el Gallo, máximo referente como consumado torero lidiador, al que muchos tratadistas le han considerado por ello el rey de los toreros. Figura indiscutible para el pueblo, en su despedida ya lo entroniza para la posteridad el poeta Rafael Alberti en una elegía en la que escribe "Cuatro arcángeles bajaban y,/ abriendo un surco de flores/, al rey de los matadores/ en hombros se lo llevaban". José, quien aprende sus primeras letras taurinas de la mano de su padre, el patriarca de los Gallo, tomó la alternativa el 28 de septiembre de 1912. El próximo sábado, por tanto, se cumple el centenario de la efeméride.
En publicaciones antiguas nos encontramos con multitud de manifestaciones que coinciden en que Joselito el Gallo tenía "el toreo en la cabeza". Desde su niñez dio muestras de sus conocimientos para adivinar las condiciones y el comportamiento de las reses bravas. A los 12 años, concretamente el 19 de abril de 1908, actúa ante el público en Jerez. Ese día alternó con dos compañeros de su edad: José Gárate Limeño -con quien formaría pareja- y José Puertas Carvajal Pepete.
PRECOCIDAD Y PLENITUD
Las capacidad y cualidades de Joselito el Gallo se disparan desde el primer día que actúa en público y es contratado para torear 17 novilladas en Portugal, casi todas mano a mano con el citado Limeño. Cuando todavía es un chaval su carácter de líder está prácticamente formado, como lo demuestra que al recibir los honorarios hace constar que cada matador cobraría diez reales y cada subalterno dos pesetas. Joselito aprende a ajustar las cuentas y reparte los beneficios de acuerdo a su propio criterio. Todos sus compañeros obedecen al jovencísimo torero, al que reconocen ya con autoridad y superioridad indiscutibles. El binomio Gallito-Limeño funciona extraordinariamente entre 1909 y 1911.
De la extraordinaria personalidad y carácter de Joselito el Gallo, siendo un niño, reproduzco un hecho histórico, publicado en el libro Anecdotario Taurino (De Cúchares a Manolete): "De 1909 a 1911 la cuadrilla juvenil Gallito-Limeño se hace popular. El niño de trece años ha escrito a su madre pidiendo que le deje torear y no interrumpa su carrera "porque se me pasa la edad". En la cuadrilla hay nombres famosos entre los banderilleros: El Cuco, El Almendro, Magritas, Pepe Rodas y Agualimpia. Este último ha pasado a la historia del toreo por haber dicho a Joselito en sus comienzos: "José, coge la muleta con la derecha". ¿A quién pudo ocurrírsele decirle a Joselito algo? El jovencísimo becerrista interrumpió la faena para contestarle muy serio: "-Haga usted el favor de callarse, que yo sé lo que me hago". Y la faena prosiguió sobre la mano izquierda con cuantos pases naturales quiso el torero".
Joselito no tiene niñez, al menos una niñez común. Su infancia está enfocada hacia el toreo. Su nombre quedó unido al de su máximo rival en los ruedos y amigo fuera de los mismos, Juan Belmonte. La primera vez que se vieron sucedió en el invierno de 1909, en una tienta en la finca Jotoblanco. Después de 45 novilladas, toma la alternativa el 28 de septiembre de 1912 en Sevilla, de manos de su hermano Rafael. Se doctora con el toro Caballero, de Moreno Santamaría y confirma en Madrid unos días después, el 1 de octubre, cuando tan sólo cuenta 17 años.
El sevillano arrebata a los públicos y se mete a la afición en el bolsillo desde el primer momento. Joselito se vacía cada tarde. Entre las páginas gloriosas de su historial y de los anales de la tauromaquia se encuentra la gesta y triunfo del 3 de julio de 1914 ante siete toros de Martínez en la plaza de Madrid. Ese día, de perla y oro, está inspiradísimo con la capa: veinticinco quites distintos (verónicas, gaoneras, navarras, tijerillas...) y realiza siete faenas de muy distinto corte y variadas. Sale en hombros, "sin despeinarse y sin mancharse el traje de luces"; escriben algunos críticos. Siete faenas precisas en tan sólo una hora y tres cuartos. Entre las temporadas de 1914 y 1917 los éxitos se suceden dentro de una etapa que se ha considerado como la Edad de oro del toreo, con Joselito y Belmonte, como máximos referentes.
En su intensa carrera pulverizó varias marcas -ver estadística- e inmortalizó, gracias a excelsas faenas, multitud de toros, como Almendrito, de Santa Coloma, en Sevilla; Cantinero, de la misma divisa y en la misma plaza, al que corta la primera oreja que se concede en la Real Maestranza de Sevilla, tras una faena memorable el día anterior a un toro de Miura.
El 6 de junio de 1918 inauguró la Monumental de Sevilla, idea suya para contar con mayor aforo y así conseguir reducir el precio de las entradas. Encargó su construcción al arquitecto José Espiau y Muñoz. A la Real Maestranza no le agradó y mantuvo una batalla con el torero -libro fascicular Toreros de Sevilla, publicado por este diario- y artículo del excelente periodista Nicolás Salas en la página siguiente de este ejemplar.
TRAGEDIA
El público le exige cada vez más y pasa a la historia un suceso en el que alguien maldice a Joselito el mismo día de su muerte. ¿Quién podía intuir que Joselito el Gallo, considerado el lidiador más completo de todos los tiempos y niño prodigio del toreo, tenía marcada su hora en la plaza de toros de Talavera de la Reina, el 16 de mayo de 1920? El hecho que sucedió horas antes de la cogida es estremecedor. El viaje transcurría con tranquilidad, mostrándose Joselito más alegre y dicharachero que nunca. Pero al llegar a la estación de Trujillo cambia la decoración. Desciende su hermano Fernando a comprar un pan y un individuo le dice que el pan lo ha comprado él. Discuten. Joselito, que presencia la escena, salta del coche y se interpone entre su hermano y el sujeto, desconocido. Éste ofende al espada, quien no queriendo tolerar la bravuconería de aquel hombre, le pega una bofetada y se inicia una pelea en la que Joselito no fue quien se llevó precisamente la peor parte. Con mediadores de por medio se detiene la riña. Joselito retorna con los suyos al coche y, al arrancar el tren, escucha un grito del desconocido:
-¡Permita Dios que te mate un toro esta tarde!
A la llegada, con retraso, llueve en Talavera. El cielo está plomizo, José bromea en el coche, camino del Hotel Europa. Al apearse se les rompe un botijo que lleva el nombre del torero pintado. "Se partió Joselito", dice el propio matador. Se acuesta de una a tres. A esa hora comienza a vestirle de grana y oro Paco Botas, el mozo de espadas que ha reemplazado a Caracol. Al mozo no le agradan los tanguillos que rememoran la muerte de El Espartero, que José no para de canturrear. La plaza de Talavera de la Reina se llena; un coso al que tiene cariño porque lo había inaugurado su padre, Fernando el Gallo, el 29 de septiembre de 1890 y al que acude ante la insistencia del crítico taurino Gegrorio Corrochano, natural de esa localidad toledana. Los toros, de Viuda de Ortega, tuvieron su aspereza. José brinda su primer astado al alcalde y al pueblo de Talavera. Cuando sale el quinto, Bailaor, advierte José a su cuadrilla del peligro del astado, que derriba en varas a Camero, Carriles y Farnesio, que ha de salir en tercer lugar. Cuco y Cantimplas banderillean con apuros. La fiera queda en la querencia de tablas del 2. Joselito realiza la faena con unos pases de tirón con la mano izquierda y manda taparse a Blanquet y a El Cuco, que se habían colocado a cada lado del toro. El matador se había retirado para arreglar la muleta y el toro, burriciego de cerca, que veía mejor desde lejos, partió como un rayo hacia Joselito, al que cogió. Los espectadores coinciden que intentó levantarse sujetándose una masa verdosa que salía del vientre y se desmayó. Afirman que sus últimas palabras fueron para invocar al médico de su confianza:
-¡Llamad a Mascarell!.
Gran parte del público abandonó la plaza en ese momento. Muchos se agolpaban en la puerta de la enfermería. Sánchez Mejías remató la faena con brevedad y quiso torear al sexto toro, que estuvo a punto de herirle. El médico no pudo llegar y a Joselito le dio la extremaunción Felipe Vázquez, cura de la ermita de Nuestra Señora del Prado.
Sevilla se echó a las calles en la llegada del féretro y el entierro. Su amada María de la Santísima de la Esperanza Macarena vistió por primera y única vez de negro y lució las mariquillas -esmeraldas engarzadas, que había regalado el diestro-. La coletería quedó tocada piscológicamente. Ningún diestro creía que aquel coloso del toreo moriría tan joven -sólo 25 años- y en una plaza de toros.
La muerte siempre anda revoloteando por el ruedo y ni siquiera Joselito, el lidiador más completo de todos los tiempos, el rey de los toreros, se libró de su desagradable y definitivo abrazo.
CON Joselito los revisteros y críticos llegaron a agotar los adjetivos y las hipérboles a la hora de elogiar su toreo. Incluso los más escépticos tuvieron que admitir finalmente el papel desempeñado por un diestro que colmaba todas las esperanzas de los espectadores con un sentido del dominio y de la lidia que lograba superar los mejores recuerdos de las faenas de Lagartijo y Guerrita. Ante tal plenitud en las grandes tardes de toros que prodigó desde su temprana iniciación formal en 1908 hasta su muerte en 1920, cabe preguntarse sobre las otras cualidades más personales que acompañaban al torero. ¿Cuál podía ser el motor psicológico que empujaba su carácter? ¿Cómo conseguir tales triunfos enfrentándose, una temporada y otra, con más de cien corridas, estoqueando, algunos días, una corrida completa él solo, "sin apenas despeinarse"? Tenía que estar dotado de un conocimiento y de una voluntad sin fisura alguna. Había que estar plenamente convencido de su "misión". Por eso, los aficionados y la prensa decían que él era "el toreo todo" y llegaron a endiosarlo como a ningún otro torero.
SÓLIDA VOCACIÓN
Despierta interés, por tanto, sondear alguno de los motivos internos que pudo estimular una vocación tan sólida. Así, llama poderosamente la atención el convencimiento que tenía Joselito de estar dedicándose al oficio para el que había estado destinado, desde siempre, sin sombra ni vacilación: "Porque yo, que he nasío pa torero, quiero ser buen torero", le confesará a López Pinillos Parmeno. Y con la misma sobriedad que antes, contestó a Pérez Lugín Don Pío: "Yo tengo afición al toreo desde que nací." Para añadir con igual contundencia: "además yo nací en Gelves, donde el señor Manuel Domínguez." Por ello, este mismo periodista se ve obligado a confirmar que a "Joselito, cuando le preguntaban por sus futuros destinos, respondía invariablemente con la misma seguridad que si tuviese en la mano las llaves de su porvenir: Yo seré torero." Y, en efecto, Don Pío añade que "todo estaba dispuesto para que así fuese. Desde la niñez, los Gallos no han oído hablar en su casa que de toros. Su padre, primero, y los hermanos mayores luego, no tenían nunca otra conversación, y así el toreo ha sido para estos muchachos, acostumbrados a oír hablar de él con tanto fervor, algo más elevado que un oficio."
Hablaba, pues, como el que ha asumido el toreo con tal la naturalidad que no sospechaba ni un solo momento que su vida hubiera podido ser otra: "Si mil veces naciera, mil veces sería torero" y, con gran simplicidad explica el porqué: "Yo no veo nada más bonito, más artístico, ni más emocionante que el toreo", le dice a El Caballero Audaz, otro importante escritor de la época. Pero lo significativo de estas palabras es que también fueron refrendadas por los comentarios de aquellos literatos que le trataron con regularidad, como José María de Cossío: "Sólo una entrega íntegra a la profesión, una dedicación absoluta a ella en la vida y en la muerte podía producir ese carácter torero", añadiendo: "La cualidad suya más eminente es, sin duda, su vocación por la profesión taurina, a la que se entrega sin reservas desde los catorce años. Vive sólo para los toros, habla tan sólo de toros y a los toros supedita todas sus expansiones, costumbres y deseos."
Y por si no hubieran quedado suficientemente explícitas estas impresiones, el mismo Cossío las confirma de nuevo, quizás porque intuye que en ese rasgo radica el núcleo explicativo de la supremacía de este torero: "Joselito vivió sólo para los toros, no quiso saber de otras satisfacciones que las que el toreo pudiera proporcionarle, y con austeridad monástica se consagró a su profesión, puede decirse que alejado del mundo, y sus tentadoras perspectivas, que se le darían como añadidura. Y ello le dio sin duda el temple y perseverancia en sus afanes toreros, y el que el público adivinara su entrega absoluta a la profesión. El resultado fue un torero excepcional."
Una visión similar desprenden estas reflexiones de otro periodista y crítico de la época, Gregorio Corrochano, que también fundamentó la causa de la valiosa actividad taurina del maestro de Gelves en su "carácter y vocación. Carácter para imponerse una disciplina que contagie a toda la plaza y alcance a toda su cuadrilla. Sin cuadrilla no se puede torear. Por la cuadrilla se conoce al maestro. Vocación para hacer de su profesión, su vida. No sentirse a gusto fuera de la profesión. No estar jamás íntimamente satisfecho. Querer siempre hacer más, superarse. Superarse, no estancarse engreído en íntima adoración, porque el narcisismo limita las posibilidades para el artista y estanca al torero que cree que no hay más allá. La maestría es, por el contrario, un afán ilimitado; buscar desesperadamente la perfección cada día". Podría pensarse que se trataba de meras hipérboles literarias, tan frecuentes en la retórica taurina, habituada al encomio y a la exaltación de las figuras con el fin de facilitarles su mitificación pública. Sin embargo, son demasiadas las coincidencias, apenas desmentidas por los hechos.
Estas entrevistas personales -no muchas, ya que el diestro, conocedor de que su sitio para mostrarse y explicarse era el ruedo, se prodigó poco a este respecto- supusieron, por tanto, testimonios inapreciables porque fue un torero esquivo a desvelar su intimidad y encierran los pocos momentos en que descubrió deseos y aficiones. Por ejemplo, en este nuevo diálogo con el El Caballero Audaz dice con una naturalidad que hace aún más significativas sus palabras: "Yo nunca llego tarde a nada que se relacione con los toros. Cuando en Sevilla tengo que madrugar para ir algún tentadero, nunca se ha dado el caso que me tenga que llamar nadie. A mi madre le extraña esto. ¡Y es que es tanta mi afición a todas estas cosas!" Y cuando este mismo escritor más adelante le pregunta: "¿Y si tuviese una novia que le cogiese el corazón? ¿Dejaría usted el toreo por ella?" y responde: "Hoy por hoy no. ¿No ve usted que mi afición es más fuerte que yo?". Y todavía añade, lleno de convencimiento: "Ni emperadores, ni reyes, ni generales han saboreado el triunfo de una buena tarde en el redondel de una plaza de toros. Eso es el delirio; a mí me parece que no hay nada comparable."
Estos breves textos entresacados son meros retazos de conversaciones improvisadas, pero resultan suficientes para captar la silueta psicológica que los periodistas pretendieron hacer aflorar. Se configura con ellos, un retrato que encierra todo un programa de vida, exhibido con orgullo por alguien que se cree predestinado, además, para cumplir la misión elegida: "Yo creo que los toros no me dejan a mí sitio para que me guste nada del mundo". Esta dedicación implica excluir y desinteresarse por las restantes cosas, ratificándose así la "austeridad monástica" a la que, según Cossío, gustaba ser fiel el diestro, como si estuviese convencido de la necesidad de esa ascesis para conseguir la plenitud de un triunfo, un grado de reconocimiento y popularidad que, como él mismo proclama, no han podido saborear ni emperadores, ni reyes, ni generales.
En su recorrido como torero buscó que se le reconociera el esfuerzo personal e individual de una vocación controlada siempre por su voluntad. Hasta tal extremo, que cuando un periodista le preguntó quién le enseñó a torear, contestó con un orgullo casi luciferino: "Nadie… El toreo no se aprende… Yo no había visto jamás un toro de lidia, y la primera vez que me puse delante de él hice las mismas suertes que hago hoy… Es una cosa especial que uno no sabe explicarse, y que parece que ya estuvo uno en otro mundo, donde le enseñaron a torear". Por eso en la construcción del personaje conviene destacar este sentido único de una vida impulsada por una sola pasión dominante, porque así se hace más comprensible un fenómeno como el suyo. Desde los trece años, en que se viste por primera vez de luces en Jerez de la Frontera, no se registra en su peregrinación taurina un acto gratuito, un gesto de renuncia, una palabra equívoca. Ante una apuesta tan radical, los demás hechos biográficos quedan sumergidos y oscuros. Su trayectoria vital es un relato causalmente trabado, consecuente, sin rupturas; hasta la llegada de su muerte, que introduce el signo trágico que descompone su imagen pletórica.
Joselito encontró sin necesidad de buscar, porque se sentía un fin en sí mismo: él era el toreo. Esta actitud potenciaba todas sus facultades, pero también lo obligaba a no renunciar jamás a tener la lidia y sus aledaños como único horizonte. "Nada en la vida sin una causa taurina", pudo ser su divisa. Fuera no existía ni vida ni salvación. Eso le daba la fuerza para mantener su valor y ahondar su sabiduría. De ahí, también que haya sido difícil acercarse y biografiar a Gallito. El monoteísmo del torero solapaba a todas las otras facetas del hombre. Y ha cundido una especie de temor, de pudor velado, por parte de sus contemporáneos, y apenas se han atrevido a hablar de ellas. Tal como si no hubieran existido. ¿Hubo una vida en José Gómez Ortega que no estuviera recubierta por la imagen del torero? Incluso en los momentos en que afloran comentarios sobre una posible relación amorosa y sentimental, coincide que la persona objeto de su predilección es la hija de un famoso ganadero, como una constatación más del dominio ejercido sobre él por todo cuanto atañe al mundo del toro.
COLETA NATURAL
Personaje de carácter en el obrar pero también en la forma ritual de "manifestarse" públicamente. De ahí que en la imagen Joselito no quedase un reducto que no estuviera sometido a la función que había de cumplir y que tanto le llenaba de orgullo: "El torero, en todas las épocas, se ha diferenciado de los demás por su manera de vestir… ¿Por qué ahora no?... Esta ropa responde algo al espíritu de la fiesta […] El torero debe vestir siempre como torero," tal como había también declarado Bombita: "El torero ha de serlo dos horas en la plaza y veintidós en la calle". Y Gallito mantuvo hasta su muerte la coleta natural: la vida taurina había que alimentarla con el respeto a todos sus símbolos.
El interés por destacar estas claves de su carácter, la insistencia en comentarlas, se debe no sólo a las vivencias que alcanzaron con Joselito, también cabe sospechar -de ahí su importancia social- que tuvieron en este torero uno de sus últimos mantenedores. Cuando se suele escribir en las historias del toreo que el diestro de Gelves cierra una cierta concepción de la lidia y que Belmonte inicia otra, se desplaza el enfoque de la cuestión en la que residió el gran mérito de Gallito. Lo que desaparece con él, no es una forma de ejecutar las suertes y de enfrentarse con el toro, sino, sobre todo, una manera de vivir la profesión. Después de 1920 apenas aparecerá un torero para quien el mundo del toro resulte autosuficiente: pueda conformarse con él y convertirlo en su único modo de vida, de ilusión y de apasionamiento. Este es el testigo que Joselito abandona sin ningún heredero que con igual dignidad lo recoja. Un personaje unidimiensional, que se satisfaga exclusivamente con lo que le ofrece la tauromaquia, resultaba ya anacrónico -como los trajes de corto para la vestimenta de calle del torero- en la segunda década del siglo XX. El torero está reclamando otro tipo de ambiciones, otro tipo de proyección social, como muestran muy bien dos diestros muy próximos: Juan Belmonte e Ignacio Sánchez Mejías.
Por eso, el carácter de Gallito desprendía el "magnetismo" propio de los tipos que, con una determinación absoluta y un sentido especial de la vida y del destino, se entregan íntegramente al objeto que les apasiona porque presienten que pronto se van a sustituir los valores que sustentan el objeto que da vida a sus ilusiones. A este respecto, él fue el último resistente -guardián excelso, pero postrero- de una causa que pronto se vería que ya era una causa perdida. Joselito sabía que la dejación en el uso de una vestimenta castiza, el ilusionarse con otros frentes sociales y otros lujos, el frecuentar otras aficiones, solo eran síntomas, pero que anunciaban que la realización plena que el toreo había proporcionado hasta entonces a sus protagonistas ya no surtía el mismo efecto.
No se trataba de que las letras, la filosofía o el teatro estuvieran captando adeptos, con Belmonte y Sánchez Mejías como adalides, la cuestión residía en que el tipo de toreros que encarnaron Lagartijo, Frascuelo o Guerrita, ya no encontraba continuadores capaces de autosatisfacerse contemplándose a sí mismos en el papel exclusivo de matadores de toros. Complacerse, observándose en ese espejo de una sola y provinciana dimensión, ya no era suficiente. No se trataba tanto de una deserción, como de introducir otras ambiciones más en consonancia con una sociedad que abandonaba cada vez más sus tradiciones rurales para asumir otra modernización. Una cultura más urbana y plural también proyectaba una mayor variedad de modelos en los medios de realización personal y los toreros empezaron a ser sensibles a ese tipo de tentaciones y a abandonar, por tanto, la austeridad monástica, pieza clave de la entrega sin vacilaciones de Gallito, para quien ser torero y ser hombre era una misma y suficiente razón de vida.
Arriba, trabajando en la finca de Pinomontano, con su cuadrilla, en la que aparece Ignacio Sánchez Mejías. Junto a estas líneas, vestido de corto, en consonancia con su forma de ser, en la que siempre cuidó al máximo la indumentaria torera tanto dentro como fuera de los ruedos. Abajo, en una faena campera, su mayor pasión tras la de lidiar toros.
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