La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
Afinales de julio falleció, ya nonagenaria, la gran Edna O’Brien, a quien conocimos por su breve y estupenda biografía de Joyce –la de Byron acaba de ser reeditada con motivo del bicentenario de su muerte– y de la que leímos después las novelas que ha publicado en España el sello Errata Naturae, empezando por la inaugural y en su día escandalosa Las chicas de campo con la que la antigua empleada de farmacia, llevada de una vocación irrenunciable, sacudió desde su autoexilio londinense a la mojigata Irlanda de los primeros sesenta. La conmovedora ópera prima de O’Brien contaba las evoluciones de dos amigas provenientes del medio rural –el oeste de la verde Erín, con su belleza y sus servidumbres– que como ella misma buscaban en la gran ciudad, Dublín, la autonomía con la que habían soñado desde adolescentes, huyendo de una atmósfera opresiva donde reinaban la sumisión y los tabúes religiosos, no muy distinta de la que se respiraba entre nosotros por los mismos años. El desprecio de los moralistas, que la comparaban con la perversa Jezabel, se tradujo en episodios tan chuscos como la quema de ejemplares por el párroco de su pueblo, aunque un erudito profesor y sacerdote, el padre Connolly, defendió públicamente el valor de sus libros –lo cuenta la propia autora en sus memorias, Country Girl– y dio la cara por ella frente a un auditorio de paisanos enfurecidos. Las primeras novelas de O’Brien, frescas, delicadas, con pasajes que alternan el lirismo y la ironía, no tienen ya el poder disolvente que les atribuyeron beatos e inquisidores, pero siguen cautivando por su mezcla de naturalidad e inteligencia. Luego, sin abandonar el tema de Irlanda, central en su narrativa, abordó el genocidio de Srebrenica o el drama de las niñas secuestradas por los islamistas de Nigeria. No lo había tenido fácil, ni en el entorno asfixiante del que provenía ni en su matrimonio con un literato resentido que no soportaba su insospechado éxito, pero O’Brien no se resignó al papel de sufridora y llevó una vida brillante y libre, disfrutando sin inhibiciones de los swinging sixties y después de su estatuto de celebridad con conexiones en el mundo del cine, admirada por colegas como Philip Roth, John Banville o Alice Munro. Fue un modelo de emancipación y muchas de sus narraciones tienen trazas autobiográficas, pero sobre todo fue una escritora extraordinaria. Su literatura recrea magistralmente las circunstancias, las emociones y los conflictos íntimos de las mujeres, pero no está atravesada por ese moderno patrón identitario que separa de antemano a los lectores en nichos. En otras palabras, es universal y será clásica.
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