Javier Compás

La chaquetilla blanca de El Viti

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07 de junio 2024 - 01:00

Nos recibía, vertical y brillante, el azulejo Sevilla – Sanlúcar – Mar. El garrochista desde su caballo, el peón saludando al barco con su sombrero de ala ancha, el perro cortijero, mirando los tres al vapor que deja su estela camino del mar: “Servicio diario entre Sevilla y la desembocadura del Guadalquivir”.

Azulejo de Triana en Triana. Sobre la vieja barra de mármol claro, húmeda de tinto de Valdepeñas y manzanillas del destino. De agua del lito que borra los números de las cuentas de los parroquianos. Dos pavías, dos de menudo y cuatro cañas de cerveza, las aceitunas y los picos los pone la casa.

Cruzábamos la barra para, atravesando la cocina, llegar al comedor. Peculiar forma de peregrinaje hostelero para llegar a las mesas. Un camino iniciático donde, tras los fuegos de los quemadores y los vapores de las ollas, un purgatorio gastronómico, nacíamos a la quietud del salón como un bosque de taurina dehesa. En torno al tronco central, la mesa redonda. En las paredes, divisas, hierros, carteles y viejas fotos.

No recuerdo su nombre, sí su figura. Espigado, de perfil aguileño y enjuto. Pelo siempre engominado, hacia atrás, despejada la frente, como un cantante de tangos porteño o un limpiabotas gitano de ensortijada nuca y brillos de aceituna en la mirada. Impoluta chaquetilla blanca con relucientes botones metálicos, redondos, rotundos, como condecoraciones por los años de servicio. Pantalón negro y zapatos también enlutados, brillantes de betún trabajado a conciencia con la bayeta. Para nosotros era El Viti, por su porte de torero serio que nos evocaba al maestro salmantino, por su callado y eficaz trabajo en la sala, como un ruedo donde el morlaco estaba en los platos de cola de toro, que venían, olorosos y espesos, desde el portón rojo de madera, como una puerta de toriles maestrante.

Fuera, sobre el botellero barroco de antigua madera caoba, el gran reloj daba la hora de la verdad, rodeado de frutas doradas, como la canastilla de un paso de Cristo, recordando que una vez al año, siempre viernes, por la puerta pasa el hijo de Dios con la historia traspuesta, primero expirando y después camino de la cruz.

Como viseras verdes para el sol, los toldos dan sombra a los ventanales, a los zócalos de azulejos de las vecinas calles: Antillano Campos, Alfarería, Covadonga… territorio alfarero. Mesas de forja y mármol que ya no ven pasar el tranvía, ni una barca en tiempos de riadas. Ni las mujeres del barrio con los canastos de la compra en la vieja plaza de abastos. En el Altozano, Belmonte mira a Sevilla soñando con que le coja un toro cualquier tarde sobre el albero, la gloria.

Hoy es día grande, nos abre El Viti una botella de Marqués de Riscal Reserva. Rompe la malla dorada, saca el corcho empapado en líquido burdeos, como si extrajera el estoque después de una entera en el lomo zaino de un Pérez-Tabernero. Tendría que haber sonado el pasodoble del maestro Villacañas mientras nos servía las copas. Después, parado en los medios, la pregunta, corta y rotunda: “¿Han decidido ya los señores?” Y se va con paso firme y lento, la comanda en la mano como un trofeo, dando la vuelta al ruedo de un comedor que domina como lo que es, el número uno.

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