La aldaba
Carlos Navarro Antolín
A Fitur con las colas para todo
Ninguna novela, dada su extensión y la complejidad de su edición, ofrece tantas posibilidades de celebrar aniversarios de su publicación como En busca del tiempo perdido, una de esas pocas novelas que pueden cambiar una vida, afilando y ensanchando la percepción de la realidad, poniendo en palabras lo que sentimos pero no podíamos nombrar, a la vez grandísima literatura, ejercicio abismal de introspección llevada al límite de una especie de vivisección de los sentimientos y diván de psicoanalista en cuyas páginas nos tendemos para conocernos mejor a nosotros mismos. Bien lo sabía Proust cuando, en El tiempo recobrado, escribió. “Cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que un instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo”.
Se pueden y deben celebrar las dos efemérides mayores, la publicación del primer tomo en 1913, Por el camino de Swan, que el autor tuvo para pagar de su bolsillo tras el rechazo de varias editoriales, y la del último en 1927, El tiempo recobrado, cinco años después de la muerte de Proust. Entre una y otra se pueden y deben celebrar las publicaciones de A la sombra de las muchachas en flor en 1919, El mundo de Guermantes en 1920-21, Sodoma y Gomorra en 1921-1922 y, póstumamente, La prisionera en 1923 y Albertine desaparecida en 1925.
Cada uno de estos aniversarios exige una conmemoración. Porque cada nueva publicación suponía la aparición de uno de esos pocos libros que cambian la historia de la literatura y de la vida de sus lectores, ahondando la autoconciencia de sus propios sentimientos. Entre las muchas lecciones existenciales de esta obra gigantesca, pero accesible y disfrutable, les ofrezco esta para celebrar el centenario de Albertina desaparecida: “El único verdadero viaje no sería ir en busca de nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otros, de cien otros, ver los cientos de universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es”. Esto solo lo logra personalmente la empatía y colectivamente la literatura y el arte, mediante las cuales –como escribió el gran crítico Harold Bloom– “podemos salir de nosotros, saber lo que otro ve de ese universo distinto del nuestro y cuyos paisajes serían tan desconocidos como los que pueda haber en la luna”. Léanlo, ustedes se lo merecen.
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