Las dos orillas
José Joaquín León
Relatos del PP
la tribuna
TRAS la sentencia penal del Tribunal Supremo que inhabilitó por prevaricación a Baltasar Garzón provocando su salida de la carrera judicial, sentencia contra la que tuve ocasión de pronunciarme en esta Tribuna, nuestro Alto Tribunal nos obsequia con otra sentencia similar contra Francisco Serrano, juez de Familia de Sevilla, que, asimismo por prevaricación, abandona su condición de juzgador. Los dos casos no son idénticos, pues en el caso de Garzón me parece casi seguro, como dije, que no se dan los requisitos de la prevaricación, y en el de Serrano no es tan claro, siendo, desde luego, casi imposible, si hubiera delito, que se haya dado comisión culposa: o hay delito doloso, como mantiene el Tribunal Supremo, o sencillamente no existe delito, como sospecho yo, aunque me faltan datos para pronunciarme sobre ello.
Pero lo que asombra en el supuesto de Serrano es la entidad sobre la que versa el debate y que ha provocado nada menos que la supresión de dicha persona del plantel de jueces españoles, lo que suscita inmediatamente la cuestión de la monstruosidad de un Código Penal que expele al mosquito y se traga el camello: en efecto, si se dan los requisitos de la prevaricación y no nos hallamos ante un asunto penal, la condena mínima respecto de la inhabilitación especial para empleo o cargo público es de diez años, independientemente de que el asunto fuese un pleito de millones de euros o una dolorosa ruptura familiar o que versara sobre la titularidad de un bote de dentífrico.
En nuestro caso, el problema consistía en alterar el régimen de visitas y contactos de un menor con sus progenitores separados o divorciados sólo para que dicho menor pudiera salir un día en una procesión de Semana Santa. Esto es, estamos diciendo exactamente que la Administración de Justicia española expulsa de la carrera judicial a un valioso profesional en activo por dictar a sabiendas una resolución contraria a Derecho relativa a ese punto. Que el español medio quede anonadado y desconcertado y que se sienta ajeno a un Estado así es perfectamente previsible.
Decía un lord británico que para ser buen juez se requieren, a su juicio, tres condiciones: primera, ser honesto; segunda, tener sentido común; y tercera, si se sabe algo de Derecho, mejor. Pues bien, sin cuestionar la tercera por motivos casi obvios y la primera porque mi propósito, en este caso como en el de Garzón, sólo consiste en un enjuiciamiento técnico de las resoluciones judiciales, sí parece que la segunda, abrumadoramente importante, brilla por su ausencia: la consecuencia jurídica aplicada en este caso, técnicamente defendible, resulta delirante, por su falta de proporcionalidad con el asunto dilucidado, ante una valoración jurídica medianamente prudente y sólo encuentra explicación en la letra de un texto legal inflexible, que podría haber previsto, por ejemplo, una escala con una pena mínima de un año. Forzado a escoger entre diez años o nada, es evidente qué escogería el citado lord; ya sé qué me objetarían los magistrados que votaron a favor de la condena: no se pueden despreciar los hechos cuando el precepto aplicable no gusta. Y precisamente ahí vamos.
Ante ello cabe plantearse si el Derecho Penal, a la vista de un Código como éste, está sirviendo como arma para obtener determinados objetivos sociales o políticos, lo que produciría el diabólico efecto del descrédito de la ley. En efecto, nuestro vigente Código contiene preceptos sencillamente insensatos, como el del núm. 3º de su art. 446, al no distinguir la entidad de los casos sobre los que verse la decisión injusta, y otros peligrosísimos por estar redactados en términos tan amplios que cualquier funcionario o empresario podría ser imputado basándose en ellos: véanse, entre otros, preceptos como los de los arts. 251, 390 y siguientes, 417 y 418, 428 y siguientes, 439 y siguientes, etc.: si yo conozco bien el Código Penal y tú eres un funcionario con importante poder decisorio o un relevante empresario y quiero agredirte, amenazarte o extorsionarte, dispongo de un magnífico instrumento, querellándome contra ti o denunciándote apoyándome en cualquiera de esos artículos; sé que tú puedes hacer exactamente lo mismo conmigo, lo que en muchas ocasiones servirá para que nos abstengamos de agredirnos y pactemos, por el contrario, la ejecución de verdaderos delitos.
Pero un Código Penal no debería servir para eso: tal como está, la consecuencia es que casi toda España delinque, incurriendo los pobres en unos artículos y los ricos en otros; casi seguro que hace unos minutos usted, distinguido funcionario o consejero de una prestigiosa entidad, ha cometido varios delitos desde su ostentosa mesa, al firmar rápidamente lo que no ha tenido tiempo de leer.
No conozco personalmente a Baltasar Garzón. Sí conozco personalmente a Francisco Serrano, con el que he hablado un par de veces, no considerándome amigo suyo, aunque sería para mí un honor ser amigo de ambos. Como posiblemente mis lectores saben, me sitúo ideológicamente cerca de los detractores de Serrano, aunque comparta algunas de sus críticas a los excesos de la absurdamente llamada "ideología de género". Y me importan poquísimo, aunque las respete, las procesiones de Semana Santa. Pero convendría que mi país iniciara la vía de la seriedad en un momento triste que empieza a ser peligroso.
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