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Rafael Padilla
La paradoja de la privacidad
Esta ciudad, sus regidores y sus ciudadanos eran tan bestias, tan catetos y tan bárbaros que a finales de los años 60 el Coliseo España –obra de José y Aurelio Gómez Millán inaugurado en 1931– iba a derribarse y lo que se logró, tras una cierta movilización municipal y ciudadana, fue mantener su cáscara tras declararlo Monumento Histórico-Artístico de Interés Local.
Manda eggs que dicha declaración no impidiera que su magnífico interior fuese demolido. Y eso –tan bestias, catetos y bárbaros éramos– se consideró un triunfo. Fuera los zócalos de mármol y de azulejos de Orce (parte de los cuales están almacenados en los sótanos de la Facultad de Ingeniería Informática), fuera la suntuosa escalera, fuera el extraordinario interior del teatro y cine, fuera las pinturas murales de Hohenleiter (que vegetan en los sótanos de la Facultad de Bellas Artes), fuera el asombroso telón diseñado por Ignacio Gómez Millán y bordado en el taller de José y Victoria Caro (en un estilo que recuerda al palio de la Virgen de la Palma que en esos mismos años ambos crearon), fuera la gran lámpara de bronce y cristal con 180 puntos de luz que por lo menos se salvó llevándola al teatro Lope de Vega.
Esta barrabasada se consideró un éxito de la defensa del patrimonio. Así éramos. Así era esta ciudad en los años 60 y 70. Así fue la devastación de Sevilla perpetrada por los ayuntamientos franquistas. En los mismos años en que se pretendía derribar el Coliseo y se salvaba su cáscara, se derribaba el isabelino y centenario teatro San Fernando. Sin que nadie, por supuesto, protestara.
En 2003 la Junta compró parte del edificio para ubicar allí la sede de la Delegación Provincial de Economía y Hacienda. Ahora su sucesora, la Consejería de Economía, Hacienda y Fondos Europeos, a través de la Dirección General de Patrimonio, ha formalizado la adquisición de la parte que aún no era de su propiedad. La hermosa cáscara del Coliseo, que pese a su belleza regionalista no da idea de la riqueza y belleza de su interior destruido, se dedicará a la prestación de servicios públicos. Lo ideal (por desgracia en la segunda acepción de la palabra: que no existe sino en el pensamiento) sería reconstruir su interior. Imposible por ser un proyecto carísimo para la administración pública y por la carencia de entidades o próceres como Ildefonso Marañón Lavín, que fue el promotor del suntuoso edificio.
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