¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Relatos de verano
Nadie sabe nada. Ni el nombre, ni la familia, ni la casa, ni de la vida, ni de la muerte de aquel vigía del cine que, en la mañana del 16 de julio de 1991, encontraron muerto dentro del armario. Sólo el sobrenombre, Faustino. El resto de su ser yacía cubierto de una capa de misterio, indiferencia y olvido. Candela se guardó de preguntar por él en el barrio, no fuera que El Vega, la vieja del visillo o algún periodista ávido de carnaza ataran cabos y profanaran el digno y escueto recuerdo de Faustino con algo peor que la desmemoria: el morbo, la casquería, la patraña. "Sólo era un yonqui, uno de tantos que cayeron como chinches por aquí", le dijo la Sonia. No le volvió a preguntar nunca más.
Candela prefirió continuar sus pesquisas fuera del barrio. Faustino debía de ser de la quinta de algunos conocidos que, en calidad de punkarras, mods, rockeros de clavel y teddy boys, vivieron la movida sevillana de los ochenta. Les consultó, aun a riesgo de sufrir horas de nostalgia hortera. A Faustino, por lo visto, era fácil encontrarlo en el Maketa, El amor de la calle, el Sangre española; en El joven costalero, de madrugada, si apretaba el hambre garbancera de las deshoras; de convidado de piedra, en los ensayos en el Patio de San Laureano; en un rincón del Placentines, a menudo, con un libro. "¡Qué va! ¡ni yonqui ni yonqui! -le aclaró un superviviente de la chuta- . Sólo era un aguilucho solitario, un extraño. No hacía con nadie, el tío. Él era exclusivamente su sombra". Poco más pudo averiguar. No encontró amigos, no fotografías, no el catre donde durmió. También en vida, aquel tipo había sido su propio espectro.
En los pocos años que vivió, Faustino soñó, sin conocerla, con Candela como Candela, sin conocerlo, sueña ahora con Faustino. O al menos a ella eso le encanta imaginar.
Fue imposible seguir el rastro de aquel muchacho que murió como vivió, untado de lejanía. La realidad no es un lugar que frecuenten los aparecidos, entendió Candela. Como el borracho que busca las llaves no donde las perdió, sino cerca de una farola para ver mejor, ella se estaba empeñando en seguir el rastro de un espíritu entre los carnales. Jamás lo iba a encontrar por aquí, el reino de Faustino nunca fue de este mundo.
Pasaban los meses y el espectro apenas parecía manifestarse; acaso algún efecto paranormal, manido, ridículo, como sacado de Ghost: tirar un vaso, apagar la luz, asustar a las visitas… calderilla. Como cada año, en junio llegó al correo la programación de Cortos por caracoles, un peculiar certamen de cine que se celebraba al fresco del patio de El Cachorro. El cortometraje ganador recibía la cuantía que se recaudaba con la venta de tapas de caracoles durante los días de proyección. Ella era asidua, más por su afición a los gasterópodos que a los cortos. El certamen avivaba en el barrio el antiguo rito del cine de verano. En el patio, sillas, tiestos floridos, cerveza, una olla de caracoles, la pantalla modesta, amigos, parejas, chiquillería. Como antaño, el presente se volvía sensual y absoluto en aquel cine efímero al aire libre.
Estaba Candela embebida en sus caracoles durante el pase de un buen corto cuando, de repente, sintió en la nuca un aliento gélido. No le hizo falta volver la cabeza para entender que detrás de ella no había nadie. Él había venido, estaba allí, con ella. El espíritu de Faustino por fin se manifestaba. Lo reconoció con la familiaridad de una esposa a su anciano marido. Esta vez no hubo pánico. El escalofrío, el sudor, la agitación, pertenecían al ansia del primer encuentro. No podía verlo, tampoco tocarlo, pero sí sentir su presencia y casi su olor de hombre encelado. Un chico y una chica palpitantes, cerquísima, inmóviles, en silencio: esa noche Candela y Faustino fueron una pareja más y todas las parejas del mundo que han sentido el gozo de la oscuridad de un cine de verano. Qué les importaba, si habitaban brillos, pertenecer a dimensiones paralelas.
A partir de entonces, Candela, en la compañía etérea del espíritu, comenzó a frecuentar los pocos cines de verano que quedan en la ciudad: el de Diputación, el del Parque de María Luisa, el del Cicus, también Cinema Tomares. "¡Qué manía de ir sola al cine!", le reprochaba la Sonia, que veía cómo la amiga comenzaba a cubrirse de una lejana envoltura. En el del Cicus, la noche que echaron Chantaje, Candela escuchó al oído un susurro, un torpe balbuceo, una palabra, quizá dos. No supo interpretar.
Por otoño, se presentó al casting para extra en el rodaje de Juego de tronos. La cercanía de las cámaras, las sustancias de revelado y los metrajes fortalecían la actividad paranormal de Faustino, y no quería desaprovechar ni una ocasión de estar cerca de él. Uno del equipo explicó a los aspirantes: "Un truco: cuando estéis ante la cámara, miraos un momento en el monitor que tenéis ahí justo al lado, podréis comprobar qué tal quedáis en primer plano y rectificar la expresión. ¡Suerte!". Llegó el turno de Candela. Se levantó, caminó hasta la marca, se detuvo. Posó. De pronto se acordó: debía revisar qué tal daba a cámara. Dirigió la vista al monitor.
Allí apareció, en la pantalla: la imagen de Faustino, mirándola, hambriento, desafiante.
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