¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
NADIE hasta el momento había planteado la existencia de un fantasma en la casa sobre el viejo Cinematógrafo Fausto. Cine bajo las estrellas. Ni los toxicólogos, ni la Policía, ni ningún vecino, ni siquiera los parasicólogos o Felipe El Vega habían especulado con la presencia un espectro, gritón, sabanoide, aterrador; un personaje de película, quizá, encasquillado en la moviola y atrapado allí por siempre, adolorido, espeluznante; o tal vez, un Frankenstein, compuesto con fragmentos de películas y fotogramas que sajara cuando Franco algún censor… Nunca, nada, nadie: hasta el momento, sólo dos hipótesis -una, la de la borrachera del vecindario a causa de la alquimia corrompida de las películas, y dos, la del mensaje en voz en off de San Juan Bosco- habían tomado consistencia. Candela aquella noche creó o creyó en primicia en el fantasma, ignoto e improbable, del cine Fausto. Y no sólo eso: en pleno ataque de pánico, por la paz de su alma encomendó su cuerpo a aquel pobre diablo.
Le imploró piedad, le rezó, le lloró, quemó en ofrenda palo santo y romero. También hizo libaciones en su honor con un licor de una botella añeja que encontró arrumbada en la cocina; tantas, que llegó a perder el miedo y hasta la vergüenza. La del alba sería cuando Candela tambaleándose, los ojos a media asta, la cara marcada por el rastro de las lágrimas, alzó el dedo índice, retadora, para cagarse en el mengue aquel y en los muertos todos del Fausto. Que se presentara si tenía valor y palabra, el espíritu ese, y probara a ponerle su dedo espectral encima.
Tuvo que ser de veras que un ánima, descartada desde las primeras especulaciones, se ilusionara al ver que por fin alguien le echaba cuentas, le invocaba temblorosa y se le ofrecía en carnes, porque sucedió que, a partir de esa noche que la muchacha pasó entre la cogorza y la congoja, los días tornaron de pronto al tono technicolor propio de las tardes de tormenta, y desde el balcón la vista cambió a CinemaScope. A Javito, por menos, le habían recetado gafas. En sus veleidades, Candela comenzó a atribuir al pacto con el fantasma del Fausto hasta los pasajes de su vida más irrelevantes: que el vecino verderón de la silla de ruedas se comprara unos prismáticos para observarla a lo James Stewart en La ventana indiscreta; que al rumano del acordeón le diera por tocar Ederlezi, melodía que en Tiempo de gitanos le inundó el alma de belleza; que al pasar por el puente deseara que un Daniel Auteuil cualquiera le rogara que no se tirara al río y se la llevara al mundo, contratada de blanco fácil en su espectáculo de lanzador de cuchillos, o que por la calle se cruzara últimamente con el carromato de Plácido, con un mendigo de Milagro en Milán y con 101 dálmatas. Cuando limpiaba el armario -The end de 'Apocalypse Now' de fondo- alcanzaba, entre los vapores del cloruro de plata que aún impregnaba la madera y los del amoniaco en el trapo, planos subjetivos dignos de Trainspotting. Nada concluyente, a juicio de cualquiera. Los infundios de Candela eran sólo un caso más del mal de celuloide que, especialmente en los meses de calor, atacaba a las gentes de aquel patio de vecinos y perros siempre ululantes.
Algunas señales, en cambio, le parecieron concluyentes de la presencia en la casa de un espíritu incluso a la Sonia, que en su escepticismo había rebajado la leyenda urbana del Fausto a la altura de chuminada campestre. Lo del mural, sobre todo. Aprovechó Candela que en septiembre amainaron las calores para quitar el odioso gotelé y darle al piso una mano de pintura. Como en Fantasmas de Roma, al raspar una pared apareció un fresco de las vanitas que los críticos de arte atribuyeron a Valdés Leal, cosa imposible de aparecerse en un pisucho de nueva planta. De nuevo el revuelo: los parasicólogos dijeron que se trataba de teleplastias; los del CSIC, que la postrimería había sido pintada recientemente con nitrato y cloruro de plata por algún virguero. El del Fausto era un fantasma con buenos contactos en la ultratumba, dedujo Candela. Ante las arritmias que la despertaban de madrugada, el médico le recomendó que sustituyera el ron añejo por unos ansiolíticos, bajo cuyo influjo soñó completa la Trilogía de la Vida de Pier Paolo Pasolini.
Con el tiempo, el fantasma del Fausto llegó a ser tan de la casa como la sempiterna gotera, el armario o los ronquidos del vecino. Y si al principio Candela se aterró con la posibilidad de que el muerto, la aberración, el diablo o lo que aquello fuera, viniera a cobrarse su parte del pacto en carne, su miedo era ahora que jamás se le fuera a aparecer para consumar el pago, aunque fuera en sueños o en una pesadilla, o aunque después del encuentro carnal con el espíritu le olieran los muslos a azufre o a líquidos de revelado.
Estaba segura: el fantasma del Cinematógrafo Fausto. Cine bajo las estrellas era el alma en pena, deseante y deseada, de Faustino, aquel muchacho que hallaron muerto en el armario, en el mismo armario que ahora está en su cuarto y que para él fue su ataúd. El ánima bendita de Faustino está con ella. Candela quiere conocerlo, a él, a su gente, su historia, su vida, su infierno. Muere porque no muere.
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