¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Relatos de verano
EL suicidio del doctor Anglada, el psiquiatra que pasaba consulta en la casa 3, llevó a aquel patio de vecinos asentado sobre el antiguo cine de verano Fausto a alcanzar la cumbre de la fama. Eso le contó Felipe a su Candela asustadiza aquella noche en el bar La Vega. A don Fermín Anglada -una eminencia- le dio de pronto por hacer de Richard Burton en Cleopatra aunque, en vez de arrojarse a lo Marco Antonio sobre el cuchillo jamonero, optó por el glamur de los barbitúricos. A la altura de la medianoche, su hijo, también psiquiatra, encontró el cadáver en toga y sobre el diván. Y no tuvo mejor idea que agarrar al muerto, montarlo consigo en la moto y llevárselo, literalmente, al otro barrio. Su propósito: dejarlo en un poyete de la calle Asunción, con rictus indolente y un periódico bajo el brazo. Quería así evitar que se vinculara el suicidio al emplazamiento maldito de la consulta sobre el Fausto. Eso fue lo que el recién huérfano declaró a los policías que le dieron el alto y le multaron llegando al parque de los Príncipes, pues no llevaba el finado el casco reglamentario.
Lo insólito de aquella acción, y la claridad con la que el hijo del psiquiatra declaró sus motivos e intenciones, alentó a la Policía a buscar la relación entre los hechos acaecidos y el Cinematógrafo Fausto. Cine bajo las estrellas. "Es evidente -dijo, engolado, el inspector jefe- que el hijo de Anglada ha actuado bajo el influjo de Una noche en la tierra, en la que Roberto Benigni, en el papel de taxista por Roma, abandona en un banco a un sacerdote muerto. Téngase en cuenta que aquella fue la última película que se proyectó en el Fausto: tenemos caso". Los vecinos comenzaron a atar cabos y a prestar declaración, punto este en el que la Policía encontró serias dificultades, pues los habitantes del Residencial Fausto ya habían comenzado a ver normal que la abuela de Esperanza pasara las tardes en el patio remedando a Marilyn en la escena de la falda; que Manolo, al ver el camión del butano, gritara "¡Por allí resopla!", o que a Javito le hayan puesto gafas porque el pobre ve en technicolor. "Los niños normales no suspiran tanto -se maliciaba Felipe El Vega-, Javito tiene, fijo, una alergia a algo tóxico que aquí se respira. Y hacer una reunión de comunidad sin que se convierta en Doce hombres sin piedad no tiene que ser tan complicado, digo yo…".
"Fue entonces cuando vinieron los de Toxicología -siguió contándole El Vega-, el técnico de Medio Ambiente, un perito del seguro, los psicólogos, los parasicólogos, la tele…". La noche en que se emitió en Cuarto milenio el caso Anglada y demás fenómenos extraños, aquel patio volvió a rebullir como en los mejores agostos del Fausto. Por primera vez desde la fundación del residencial, la junta de propietarios estuvo unánime y hasta ecuánime, y consta en acta que se aprobó en pleno una cuota extraordinaria (la voluntad) para poder pinchar un barril de cerveza y alquilar un proyector con el que ver el programa en la pared del patio, juntos y a lo grande. Por fin y gracias a la tele, como si acaso las mentiras que cuenta fueran más verdad que la realidad del día a día, pudieron enterarse. Todo tenía una explicación científica: las sustancias químicas de los rollos de película, descompuestos por el calor y la humedad del río, se habían infiltrado en el subsuelo y estructura del inmueble, que permanentemente expedían gases tóxicos de efecto alucinógeno y fuegos fatuos, al paso de los cuales podían verse secuencias fílmicas completas. Y es que en el Fausto no sólo se exhibieron sino que también se almacenaron películas de cine clásico y algún que otro reprise que varias hermandades habían ido comprando con la idea de dotar al barrio de una modesta filmoteca. Esas películas se guardaron en la caseta donde estaban las sillas y demás enseres del cine, apiladas dentro de un armario de sacristía que había sido donado por La Estrella. Al parecer, aquel guardarropa combado, hecho grietas, con el espejo picado de azogue, no reunía las mínimas condiciones para la conservación de las películas, que allí se corrompieron por la calima, el óxido y los meados de los gatos, contaminando el solar, el aire y la conciencia del vecindario de una sustancia tóxica altamente embriagadora.
"Tú mira en tu vida", le dijo a Candela esa noche El Vega. Ahora que era poseedora del piso, de la verdad y del armario podría explicarse maravillas tales como el precio del inmueble, o que la lagartija cinéfila de la pantalla, ascendida después de tantos años a la categoría de caimán, se le suba nostálgica por la tele, algunas noches. Que mirara en su vida, volvió a decirle El Vega. Candela respondió que ni muerta, y que dejara de decir tonterías. Pues no le faltaba a ella más que echar cuentas a los tabernarios de aquel barrio de capote y capirote; como si no tuviera ya bastante con el trabajo, la hipoteca y el hedor a estudio fotográfico que rezuma su armario por las grietas, y que más de un vahído le había procurado. ¿Por qué le tuvo que decir nada El Vega, que ahora Candelilla ensueña y se obsesiona?
"No me creas -concluyó El Vega-. Pero mira en tu vida. Y pregunta… pregunta por ese cine de verano a los viejos del barrio".
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