Casa de campo

16 de julio 2024 - 03:10

Es decir, que lo que tú tienes son ganas de salir al campo”, me traduce y resume con ironía y acierto un amigo, al que le acabo de soltar un rollo acerca de la importancia de “estar en contacto con la naturaleza”. Así lo he dicho. Si me lo hubieran escuchado en casa también se hubieran reído de mí. La lengua corriente no dice “la naturaleza”, dice “monte”, “bosque”, “zorrera”, “chopos”, “sierra”, “regatos”, “lagunilla”, “mar”, “caz”, “huertas”. Dice “Mi amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos”. Hablar de la necesidad de “estar en contacto con la naturaleza” ya es indicativo de la urgente necesidad de dejar la ciudad y los constructos.

Sucede –como les sucederá a quienes de ustedes hayan nacido y se hayan criado en la Andalucía rural– que yo no supe que vivía en intenso y cotidiano “contacto con la naturaleza” y su belleza hasta que me fui a estudiar a una gran ciudad; hasta que se me pasó el asombro por la urbe y sus innegables prodigios; hasta que llegué al arreglo conmigo misma (un truco psicológico, supongo) de vivir en un barrio que me evoque a veces la cercanía vital de los pueblos. Pero seguía faltando el campo, hasta el extremo de llegar a referirme a la importancia de estar “en contacto con la naturaleza”. ¡Adónde vamos a llegar!

Me río de mí misma en estas líneas a la par que observo, por las redes, medios y en las conversaciones, que “la naturaleza” se vuelve mainstream, con perdón del anglicismo, exclusivamente en verano. De repente, todo son fotos de playas y mares, de cielos estrellados y bosques. En ocasiones me pregunto si acaso la playa o los montes no existen en marzo, si es que los instalan a finales de mayo y los desmontan en octubre. Ni rastro de peroratas de beatus ille en febrero, de stories rotuladas con un “Aquí, sufriendo” en una playa de arena blanca en noviembre, ni de almas extraviadas como la de servidora hablando de “estar en contacto con la naturaleza”. Llega septiembre, y el cosmos y nuestro módico estar en contacto con él se vuelve a convertir en oficina y olvido.

Con suerte, llega el día en que esa necesidad de “estar en contacto con la naturaleza”, vulgo “salir a la mar o a la sierra”, sin idealización que valga, no es estacional sino constante y cierta, vital. Amanece en Torres, Jaén, donde mi oficio me ha traído, descorro la cortina y Sierra Mágina me saluda entre nubes. Entonces, lo nativo me resulta extraordinario. Y el campo se convierte en una casa. En una casa, estrictamente, de campo.

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