Cartas portuguesas

01 de octubre 2024 - 07:00

Viajar al Portugal rural tiene el aliciente de comprender que es posible la civilización en la Península Ibérica, entre piedras berroqueñas, encinas, regatos secos e iglesias del gótico tardío. ¿Pero qué es civilización?, se cuestionará algún amigo escéptico o multicultural. Y a uno solo se le ocurre describirla centrando el foco en una de las principales instituciones del extremo occidente: ese dios Jano bautizado como bar-restaurante. Entrar en la Casa do Povo de Marvao, en el Alentejo, es igual que entrar en el Alfonso XIII antes de que aquello se llenase de ricachones en calzonas. Aquí todo es sencillo y humilde, casi castrense, pero cargado de una ceremoniosa educación en la que el camarero, pese a llevar en la oreja un zarcillo con una cruz invertida, trata de “señores” a los clientes sin esa artificiosidad de los restaurantes caros que va incluida en la cuenta. Como su propio nombre indica, Casa do Povo, que parece sacado de un verso de Grandola Vila Morena, es un lugar popular y barato, lleno de familias y viajeros de presupuesto limitado. Sin embargo, no le falta ninguno de los elementos que distinguen a un gran restorán, aunque todo velado por una sana modestia: los manteles perfectos de papel, la limpieza extrema, las bandejas de acero inoxidable con los cubiertos de servir, las servilletas bien plegadas y, por supuesto, el camarero con sus maneras popular-aristocráticas. El menú que tomamos es sencillo y rico: una sopa de verduras muy parecida al potaje canario y unas croquetas de bacalao acompañadas de esas generosas guarniciones de ensalada, arroz y papas fritas que tango gustan a los portugueses (y al que esto firma). Todo servido con franciscana suavidad y regado con uno de esos morapios de la casa que nuestros vecinos presentan en botellas de boca ancha. Para rematar, una digestiva copita de orujo blanco, orgullo de las destilerías ibéricas.

Uno no quiere parecer un novelero, ni un esnob, ni desmerecer a la España carpetovetónica de televisores ruidosos y suelos sucios. Ya pasaron esos tiempos en los que el ilustrado Viera y Clavijo describía al paisanaje del reino de Castilla como “hombres y mujeres en figura de espectros, negros, flacos, peludos, cubiertos de andrajos, de piojos y miseria”. Pero comer en cualquier bar-restaurante del Alentejo es siempre lo más parecido a esa idea que tenemos de la gran Europa educada y amable. No la de los grandes salones, sino la de las pequeñas sacristías. Ahora bien, a eso de las once de la noche, cuando el cuerpo pide un destilado de malta (por aquello de la anglofilia lusa) para perorar con la dulce compañía, uno solo encuentra puertas cerradas y ronquidos en los balcones. Cuánto se echa entonces de menos la patria, nuestra amada España bullanguera y bárbara.

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