Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Me gusta identificar a amigos y conocidos con personajes de la literatura. No siempre lo consigo. A veces me pillan despistada, con la cabeza aparentemente en otra parte. No saben que les estoy leyendo, que me encuentro un párrafo diáfano cuando me miran o unos sugerentes puntos suspensivos cuando guardan silencio. No es raro que les haga repetir algo que ya han dicho por el sumo placer de releerles; que me detenga, en uno de sus gestos, como en una bella frase. Me gusta quedarme con ellos toda la tarde, que se haga de noche y tenerlos cerca hasta que me entre sueño. En verdad, no quiero que se vayan nunca por miedo a que se acabe ese libro tan fascinante que llaman Vida, que no tendría el menor sentido si no pudiera leerles escritos con la mejor tinta simpática (perdonen la cursilería que acabo de soltar).
Sí, está muy de moda, a través de aplicaciones, que los personajes de las pinturas más renombradas cobren vida saliéndose de los cuadros con gran efectismo. En mi caso son mis amigos los que se meten en los libros sin yo decirles lo más mínimo y entro en una extraña fascinación en la que la carne se hace palabra y literatura. Igual ya tengo a mi sobrina, a un cura y a un barbero velando por mí, queriendo quemar mi biblioteca, a la que culpan de mi locura.
La cosa es que cada vez veo menos quijotes. Los sanchos hace tiempo que desaparecieron. Algún Bradomín me he encontrado ya en su Sonata de Invierno. Guermantes permanece, por siempre en mi memoria, sofisticado y frágil, en uno de sus elegantes salones juntos a sus perros y nuestra conversación inacabable. Confieso que llevo toda la vida buscando a un Atticus Finch y, pese a haberme relacionado con todo tipo de abogados, no he conseguido aún encontrarlo (al más parecido lo he perdido ya y todavía le lloro). Con las mujeres es mucho más fácil. A poco que esté una atenta aparecen fortunatas, jacintas, anas kareninas, madames bovarys. Alguna Doña Paca y alguna Benina también me ha salido al camino.
No siempre mis amigos tienen nombres y apellidos en los libros, pero ya tienen autor. Sin dificultad averiguo la estirpe de cada uno y enseguida hago mis listas: Este de Galdós, este de Proust, este de Quevedo, este de Cervantes. Los que más me gustan son los de Balzac para su infinita Comedia Humana. Todos con sus complejas psicologías, tan bien hechos, tan dispuestos a sentir y a equivocarse. Me siento ante todos ellos una Lucía Berlín, deslumbrada y sentimental. Vivir es leer, no pasar páginas sin conciencia.
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