Como los canarios de las minas

10 de junio 2012 - 01:00

TARDE vacía de Corpus en un barrio cualquiera de Sevilla. Un silencio distinto, más desolador, que el que cae sobre las calles del centro por las que pasó la procesión. El de Cuna o Francos es un silencio de postrimerías, de lección cristiana sobre el fin de las glorias del mundo, de ars moriendi: vacío donde hubo multitud, silencio donde hubo tintinear de campanillas y alegría de marchas, romero y cera pisoteados donde hubo alfombra para que Dios pasara. El de estos barrios impersonales y estas anchas avenidas desalmadas es un vacío de ausencia definitiva, un silencio de muerte sin esperanza, una desolación sin huellas de Dios.

Pasa despacio la tarde. Llega el interminable atardecer. Paisaje de bloques cansados sobre los que, pasadas las ocho, pesa el sol. Apiñados entre un anárquico caserío de desiguales y feas azoteas, los bloques de pisos son las tristes torres de esa nueva Sevilla que, por crecer sin orden ni concierto, fue burlada por los viejos barrios de extramuros que lograron esconder sus casitas entre los colosos de nueve o más plantas, conservando ese aire ni ciudadano ni pueblerino que tenían los arrabales en los que la ciudad se iba deshaciendo entre huertas, vaquerías, ventas, garajes y anuncios cerámicos de Nitrato de Chile.

Sobre las ocho empieza la danza de los vencejos entre los bloques. Círculos interminables de fachada a fachada. Sólo ellos, y lo que en estos barrios sobrevive gracias a esa gente común y humilde que los románticos llamaban pueblo, hacen Sevilla en esta desolación. Pían por igual los vencejos en los patios del Alcázar -qué hermoso su eco multiplicado por las galerías de mármoles, azulejos y yeserías- y entre los feos e iguales bloques tan rápidamente degradados, con sus fachadas desconchadas perforadas por los aires acondicionados, más afeados -si aún es posible- por los anárquicos cerramientos de las terrazas. Pían por igual en las ardientes avenidas vacías y en las frescas calles estrechas a las que aún se abren esos patios melancólicos en los que Manuel Chaves Nogales creía guardada el alma de Sevilla.

Son los vencejos de estos barrios la versión sevillana de aquellos desdichados canarios de las minas que cantaban en la semioscuridad de los pozos como si estuvieran en una azotea o una ventana, asegurando que el aire era respirable. Si alguna primavera no vinieran, si las tempranas mañanas y los largos atardeceres de cualquier barrio no estuvieran traspasados por su largo piar, su ausencia sería como el silencio de los canarios de las minas: el aviso de que había muerto lo que allí sobrevivía de eso que algunos llamamos Sevilla.

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