La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Me llama la atención que cuando unos amigos nos comentan lo bien que comieron hace unos días y después de darnos pelos y señales del local y del tipo de comida e incluso de los platos que tomaron, le preguntamos por el sitio, con un sencillo ¿dónde está?, rara vez te dicen la calle y casi nunca el nombre del local. No es que quieran guardar el secreto para ellos, es que no lo recuerdan. Las referencias más comunes suelen ser el barrio y si quieren afinar, la cercanía a una iglesia, un campo de fútbol o un gran almacén. Y si estaba en un pueblo, las indicaciones suelen ser: a la entrada, a la salida para el pueblo vecino o justo al lado de la plaza. Como lujo de detalles te pueden decir que era una antigua bodega. No tiene pérdida, te aseguran. Claro que eso de no saber los nombres de las calles cambia cuando nos preguntan dónde vivimos, porque eso ya tiene que ver con el estatus social y, según nos convenga, decimos el barrio o la calle. A veces vivimos en Los Remedios o en República Argentina. Por Heliópolis o en la Palmera. Y así se podrían dar muchos ejemplos.
Pero en algunas ocasiones no es fácil saber en qué calle vivimos. Con los cambios de nombres por la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica o desde diversas instancias sevillanas, como hermandades y cofradías, queriendo rendir homenaje a las imágenes de su devoción, el resultado es que cambiamos los nombres de las calles de la ciudad con demasiada frecuencia. O al menos esa es mi sensación. Y algunos de esos cambios reflejan falta de interés por la historia de nuestra ciudad. Respetar la toponimia y el nombre de calles y lugares, como el Arenal y la Barqueta, que hacen referencia a lugares importantes o significativos de Sevilla, es apreciar nuestra historia ligada al río. No hace falta que esos nombres estén en un rótulo, pero si lo están, mejor. Como el puente construido en ese enclave para la Expo 92. Nombres como La Pasarela que a veces se imponen sobre las propuestas de los gobiernos locales. Todo el mundo sabía en Sevilla dónde estaba y muchos por qué se llamaba así, menos el callejero oficial, donde figura como Plaza de Don Juan de Austria. Ahora ya no estoy tan seguro que sepan del paso elevado de hierro, que daba acceso al Prado durante la Feria. O la pequeña venta que tenía una bella enramada a su entrada, que servía de sombrajo y que dio nombre al lugar donde llegaba el tren de los panaderos y ahora es la calle Enramadilla, que sigue el trazado del antiguo puente sobre el ferrocarril.
Si en un futuro inmediato, algún visitante o quizás un vecino de las barriadas o las urbanizaciones del Aljarafe, le preguntan por la casa natal de Luis Cernuda, ahora que viene el centenario de la Generación del 27, díganles que está en la calle Acetres, que además de una palabra preciosa, nombra a un caldero pequeño con asa, para sacar agua de las tinajas y también al recipiente pequeño para el agua bendita donde se introduce el hisopo. Historia, léxico y poesía, todo en uno.
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