La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
No me daba un calambrazo desde hace décadas. El otro día, con un ladrón antiguo –primorosamente guardado por mi señora madre– me dio tal latigazo que me recordó el pasado con más fuerza que un álbum de fotos o –pavor– esas sesiones de diapositivas que nos daban los amigos a la vuelta de un viaje. Será por los diferenciales –hasta aquí mi conocimiento de la cosa eléctrica– pero raramente nos damos sustos ya con los enchufes, aunque algunas les sigamos teniendo un temeroso respeto y hagamos cuestión de fe, y de guerra incluso, no andar jamás descalzos por la cocina ni aún menos abrir la nevera sin zapatos. El calambrazo me removió como nos conmueven los objetos que atesoran las casas familiares y que emergen como un viejo pecio cuando tenemos que rehabitarlas o, dolorosamente, cerrarlas. En desvanes, trasteros o en cajones de cómodas hay más patrimonio histórico artístico que en cualquier museo de EEUU, el molinillo de café de la bisabuela ya tiene más años que ellos. Tenemos bares que se fundaron antes de su declaración de Independencia, en 1776. Hay braseros que valdrían como la Dama de Elche en cualquier hogar de Minnesota o de Boston. Claro que, sin ánimo de entrar en polémicas, por eso en el MET de Nueva York podemos ver la capilla románica de Fuentidueña de Segovia, los sepulcros góticos de los Condes de Urgel de Lérida y el patio renacentista del castillo de Vélez Blanco de Almería. Todos pagados y transportados pieza a pieza. Lo que no se puede comprar ni exportar, por el momento, son las emociones, los recuerdos que hemos heredado y que nos vienen con los objetos, con el anillo de pedida de tu madre con la pitillera de carey de tu padre, ahora que nadie fuma. En Zagreb hay un museo de Amores Rotos que está llenos de objetos donados por amantes despechados o solamente tristes. Es una iniciativa privada y curiosísima: nos encontramos un universo tan raro y tan diverso como la misma condición humana, desde una mochila del amante montañero que murió a una postilla de la herida de una novia que dejó al novio aunque el abandonado la curara con esmero. Busqué el rosario de mi madre pero se ve que en Croacia no conocían la canción. Los museos monográficos, ya sean de arquitectura, de Historia local, de artesanías o de inventos son siempre especiales, asequibles, más amables que las grandes pinacotecas, tan magníficas como imposibles de visitar en una sola ocasión. Es una verdadera pena que en Sevilla el Museo de Artes y Costumbres populares, a pesar de la devoción de quienes lo administran, tenga tan pocos recursos y ande moribundo por inanición. ¿Dónde irán a parar esos objetos que nos emocionan? El ladrón del calambrazo fue al contenedor. Pero como dice la arqueóloga Myriam Seco, la basura de una ruina dice más de una sociedad que el templo más imponente. ¿Quién hablara de los calambres cuando ya la misma palabra sea pasado?
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