¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Hoy he vuelto a casa. En la que viví con mis padres. Donde nacieron todos mis recuerdos. Cuando vives el presente no estás pensando en que las cosas normales que haces se vayan a convertir en reconfortantes recuerdos futuros. Aquí viví durante mi adolescencia y hasta que me independicé, que fue pronto. Entre esos recuerdos he encontrado uno muy bonito en la puerta del piso. A la vez que estaba sacando del bolsillo derecho de mi abrigo las llaves de casa ha salido mi vecina del primero D: Angelines. Angelines era muy buena vecina. Lo es a día de hoy. Era amiga de mi madre. Entre ellas había una relación de respeto pero con cariño. Cada una en su casa y respetando la indiscreción que delataban las finas paredes. Si las voces se elevaban un poco más de la cuenta al día siguiente ambas vecinas se cruzaban en el descansillo, se miraban con una complicidad silente, y no se decía ni una sola palabra de lo que las paredes no callaron. Recuerdo que una vez llegó el día en el que la hija de Angelines se comulgaba. Estaba la mujer tan nerviosa que no atinaba a cerrar la larga botonadura del vestido de comunión. El marido, Emilio, con unas manos de agricultor toscas y gruesos dedos, era incapaz de abrochar cada uno de aquellos delicados los botones. Angelines no llegaba a tiempo y llamó al timbre de mi madre. Le dijo angustiada que si le podía abrochar el vestido. Mamá lo hizo con calma y acierto. Muchos años después mi hija hizo la comunión en Sevilla. Pero, la volvió a hacer, de alguna manera, el Día del Corpus en Estella. El vestido se lo hizo la diosa Lina. Una obra de arte que conservamos con profundo amor. Me puse tan nerviosa por la prisa que no atinaba. Yo estaba sola. Así que la urgencia me hizo llamar al timbre de Angelines quien desde que falleció mi madre siempre me ofrece cualquier tipo de ayuda. Le pedí que abrochara los botones del vestido de la comunión de mi hija Rocío y una pequeña cremallera atascada. Pudo con los botones pero no así con la cremallera. Por lo que acudió a su marido Emilio, quien mantenía el mismo calibre de dedos de cuando trabajaba. Trajo los alicates para dar solución al atasco y yo, aterrada ante aquellas tenazas viejas rozando la delicadez de Lina, me fui. Al poco me llamó. Rocío lucía perfecta. Cuando he llegado a casa, agotada y sin haber comido durante casi dos días me he encontrado a Angelines. Me ha dicho que se iba al mercado, que era jueves. Le he confesado que me daba envidia porque mi nevera estaba vacía. Al rato, ha sonado el timbre. Un solo toque, delicado. Era Angelines, mi buena vecina.
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