La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Sobran colgados, faltan percheros
Uno va al Jueves creyéndose que aún es posible encontrar el bronce Carriazo y con lo que se topa es con la misma quincalla de siempre y una multitud de franceses madrugadores, que aquello parece el mercado de las Pulgas de París, pero con menos almohades y almorávides, para que vean cómo ha cambiado la cosa en los últimos 700 años de historia. Hacía tiempo que no me pasaba por el histórico mercadillo de la calle Feria, tanto que de la última vez guardo una foto que me hizo al descuido el fotógrafo de este periódico Juan Carlos Vázquez y en la que mi pelo es predominantemente negro y visto una cazadora de ante que hace tiempo descarté por talla insuficiente. Regresé porque sentí nostalgia al leer una entrevista a Victoria Bermejo en la que hablaba de su alma de chamarilera y rastreadora de naufragios en el mercado de los Encantes de Barcelona. Hay personas que sentimos una extraña fascinación ante todo lo viejo e inútil. No solo por los objetos, sino también por las atmósferas y las ideas, las casas y los abrigos. No es el caso, desde luego, de Victoria Bermejo, que, aunque chamarilera de pro, fue (y sigue siendo) una de esas modernas de la capital catalana que trabajaban en la revista Cairo, como Ramón de España y tantos otros a los que leíamos con gusto en los años mozos. Precisamente, en la última edición de la Feria del Libro Antiguo de Sevilla le compramos al amigo José Manuel Quesada, de Alejandría, un par de capetas con unas decenas de ejemplares de Cairo. Fue abrirlas y viajar a los tiempos en los que nos quisimos modernos. Fue Quesada el que me recomendó la lectura de uno de los libros que más me han llamado la atención en los últimos años: De rastros y encantes, las memorias como hurgador de chaquetas y libros de saldo del poeta canario-barcelonés (con su trallazo de sangre de la Sierra Norte de Sevilla, de donde era su padre) José Carlos Cataño. El libro está editado milagrosamente por la Universidad de Sevilla y es una especie de diario de un hombre devorado por la fiebre de lo viejo y barato. En él, Cataño habla de que la visita al Jueves le resultó decepcionante. Demasiadas expectativas. A estos sitios, como a la vida misma, hay que ir sin mucha esperanza, solo por pasear, tomar un café, encontrarse con un amigo y, si se tercia, presenciar algún milagro. Es lo que le pasó a don Juan de Mata Carriazo y Arroquia cuando, en los años 50, se tropezó en el mercadillo de Feria con el bronce tartésico al que dio nombre y cuya reproducción gigante afea ahora una rotonda de la bella Camas, la última ciudad de Egipto con faraón.
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