La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Anda por las plataformas una película que, tal vez, nos perdimos en su momento y que tuvo grandes parabienes en su estreno: Radical, la historia real de una escuela, un maestro y sobre todo una niña en 2012 y en México. Sin maniqueísmos ni edulcorantes que mermen la acidez de la trama, el espectador asiste, emocionado, al poder transformador de la educación y sobre todo la gigantesca fuerza de un humilde maestro que cree en algo más que cumplir un expediente o, razonablemente incluso, caer en la depresión más desesperanzada. Entre otras conquistas el protagonista intenta conseguir un aula de ordenadores para su colegio –en una zona que llamamos vulnerable cuando queremos decir pobre– que en el momento de estrenarse el filme, 2023, aún no se había conseguido. Un jarro de agua fría contra finales felices porque la felicidad de todos tiene como enemiga a la desidia y codicia de algunos. Quien dice felicidad dice dignidad, mucho más necesaria para la vida y menos volandera (o eso espero). Educación desde la escuela como la concibió uno de los andaluces más ilustres –y del que presumimos tan poco– Francisco Giner de los Ríos: los maestros como la sal de la tierra. Y a los que olvidamos tanto, obsesionados con el becerro de oro de las titulaciones mayores, los másteres que hacen ricos a tantos y almacenan polvo en los currículos o la idea del conocimiento como trofeo y no como responsabilidad. La Universidad marca el nivel de creación e innovación de un país pero es la educación básica, la elemental, la que le da a ese país la verdadera altura de su valor. Justo había visto y comentado Radical, cuando acompañé a una amiga y su hija a la escuela de la barriada la Paz de San José de la Rinconada. Una vez más comprobé que a veces tenemos lo mejor delante de los ojos. La educación de un niño es una tarea de comunidad, decía Paulo Freire, el gran referente de la pedagogía. Y tanto. Poco se podría hacer, a pesar del esfuerzo y compromiso de los profesionales del centro, con los once mil euros anuales de la Consejería –hay subidas de sueldo más altas, perdonen que me ponga populista pero no me negarán que la cifra provoca– si no fuera por una comunidad, liderada por el AMPA, que se lo toma en serio. Aparte de un proyecto educativo integral –a su director le brillaban los ojos cuando hablaba– el colegio tiene una radio que se llama Bla Bla Paz. No me dirán que hasta el nombre es puro ingenio. No se me ocurre mejor herramienta: una radio escolar para aprender a escuchar, a hablar, a preguntar, a pensar y a debatir. Esa es la escuela pública a la que debemos aspirar y proteger. La que, si no se apoya de verdad, dejamos en manos de voluntariosos que no siempre consiguen un final feliz. A veces y por ahora, sí. Pero derechos más altos han caído y ya sabemos qué ocurre cuando manda y decide la ignorancia.
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