La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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La aldaba
Son lugares que mantienen esa inocencia que genera sorpresa ante cualquier hecho que altera la vida cotidiana, donde los lunes por la mañana se mantiene una calma de domingo por la tarde en una barriada de capital, donde la espera en el consultorio hace las veces de una sucursal del salón, la cola de la farmacia se lleva el minuto de oro de la vida ciudadana matinal y donde estas noches se sacan las butacas y mecedoras a la calle, a la plaza o a la barreduela en estampas que parecieran de película grabada en Super 8. No es que no haya prisas, es que hay otras velocidades. Hay una belleza oculta, inmaterial y desconocida en tantos pueblos de una Andalucía que demasiadas veces parece simplemente la suma de ocho capitales. Algunos pueblos han sucumbido, ay, a las inercias y vicios de los grandes núcleos urbanos. Vivir un pueblo, disfrutar de toda su esencia y sus valores, es un lujo en la sociedad de hoy. Dejarse la puerta abierta y que entre un simpático perro de la casa de enfrente, tener al vecino como el titular de la consigna más eficaz a la hora de recogerte los pedidos durante tu ausencia, disfrutar de un buen Casino, de dos tabernas de cabecera, de un cura que huela a oveja y de un patrimonio que los cuenta por siglos. Probar el pan que no se prueba en la capital, saber apreciar los tiempos propios del albañil y del fontanero, que imparten un máster en paciencia, tener claro que la protección de datos lleva su particular regulación, pues todos se conocen aunque haya distancia, todo se sabe aunque haya discreción y todo se comenta aunque se mantenga un singular concepto de confidencialidad.
La Andalucía de los pueblos es un tesoro que muchos redescubren en verano. Pasear por calles donde hay casas con vecinos y muy pocos apartamentos turísticos, donde incluso hay primeras líneas de playa sin grandes bloques residenciales, donde quedan pescaderías que solo se dedican al pescado y carnicerías con matadero propio. No se trata de vivir el pasado o saborear una suerte de involución, sino de probar la autenticidad, otras formas de vivir más saludables, con una verdadera proximidad con el policía el guardia civil, el alcalde, el notario, el juez... Sin las bullas de las playas atestadas, colmatadas y tantas veces reventadas por una masificación que todo lo adultera. Tal vez sin grandes hoteles, pero con alojamientos rurales con encanto, esas casas de campo con alberca que son de película y unos cielos nocturnos con derecho a contemplar la Osa Mayor. Unos bares sin tataki, con palillos, unos servilleteros metálicos y un dueño que sabe manejar la bandeja como ya no se conoce en el oficio. Cuanto más se sufre la bulla de playa comercial, más se aprecia la Andalucía de los pueblos. Cuántas veces una carretera regular conduce a un destino excepcional. Y cuántas autovías llevan a un suplicio que encima resulta caro.
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