La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Sevilla/La lluvia limpia, realza y ennoblece. Su mala fama es injusta. A Juan Pablo II le encantaba celebrar bajo una manta de agua en la Plaza de San Pedro. Bendición de Dios, mar vertical que emana del cielo cárdeno, salvación de marismas, albercas y campos secos. Dostoyevski tenía claro que el mundo solo puede ser salvado por la belleza. Y el futuro solo podemos ganarlo con la lluvia que deja los adoquines de Sevilla como una Roma de otoño sin cardenales, como una Feria de farolillos caídos, como una Catedral con gárgolas que escupen el polvo, los ácaros y la hojarasca acumulada. La lluvia saca brillo a las ciudades bellas por poca agua que caiga. Rugen los cielos, baja la intensidad de la luz, Sevilla saca la paleta de los grises que tan estupendamente le sientan. Para los poetas somos la ciudad de la luz, pero en realidad somos una dama de incuestionable belleza que encierra un carácter áspero que solo conocen los de casa. Esta lluvia de mayo alto es muy nuestra, encaja con armonía en nuestra forma de ser, como el cambio repentino de carácter de un niño consentido, como una pataleta, un cólico a deshoras, un borrón en una acuarela. La lluvia es buena para las ciudades con patrimonio, con historia, con carácter, con leyendas... Se vienen arriba.
Solo el campo y las urbes con encanto soportan la lluvia, como solo los ojos hermosos y de expresión potente aguantan una fotografía de primer plano. Poco se habla de la Sevilla con lluvia, cuando la lluvia es aliada de nuestra afamada primavera. Nos hace mucho bien, respiramos mejor, dejamos de pensar en campañas electorales y otras cuitas, nos preocupamos de esos detalles cotidianos como la ropa tendida, el paraguas y quizás alguna prenda con la que evitar la sensación de frío que acompaña a todo aguacero. La lluvia nos trae la música del tableteo de los goterones que se estampan contra el pavimento, concierto relajante que teníamos olvidado. La lluvia es higiene para la ciudad y el medio ambiente, empapa el albero de la plaza, oscurece el bronce de la Giganta y la presenta distante como una persona enfadada, más soberbia si cabe en sus alturas, vacía las calles de mesas, cachivaches y transeúntes, limpia las tejas, besa las aguas del río que tiene Sevilla a falta de mar y realza más si cabe el carácter inglés de los jardines del Alcázar. Presumir de una tarde de lluvia es un lujo que solo se puede permitir el elenco de ciudades bellas del mundo. Y Sevilla lo es. El carácter real se queda de murallas para adentro. Como en las mejores casas.
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