La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¿Dónde está el límite de la vergüenza?
Siendo adolescente, me contaba mi padre que el suyo, abuelo al que no conocí por fallecer tiempo antes de mi concepción, en más de una ocasión osó pronunciar la atrevida metáfora de que con la camisa azul del fundador de la Falange, su hermana Pilar había confeccionado un sostén.
Rezumaban aquellas palabras, emitidas en una era en que la crítica política podía ser peligrosa, la conciencia de multitud de españoles de su edad, de que buena parte de los ideales representados por la bandera rojinegra de las flechas yugadas –por supuesto fascistas, pero por ello mismo vanguardistas– fueron adocenados al servicio de la restauración de principios más propios del siglo XIX que del XX.
Cuando en la primavera de 2005, acometí por obligación –debía elaborar una reseña por encargo– la primera lectura de un libro del prolífico periodista y escritor Manuel Barrios, me topé inesperadamente con esa opinión de la que participaba mi antepasado, en las páginas de Consigna: Matar a José Antonio, ensayo que llegaba, en mi expresión textual, “algo tarde en el tiempo para convertirse en obra que suscitara en torno a sí un amplio debate”.
Poco sospechaba entonces que, dos décadas después, la monografía consagrada a la trayectoria centenaria del venerable establecimiento llamado El Rinconcillo, redactada por la historiadora Fátima Rosado de Rueda –vinculada por línea materna a la familia de origen montañés que lo regenta desde hace casi doscientos años– me conduciría de nuevo ante la prosa de Barrios.
La extensa cita que la autora de la obra mencionada, recoge del fragmento de La Espuela, en la que se describe el ambiente crápula de las madrugadas en la taberna de la calle Gerona, en pleno auge de la moral nacionalcatólica, despertó mi curiosidad hacia esta novela de juventud del narrador nacido en San Fernando. Consecuentemente, en verano, e ignorante de que Athenaica planeaba reeditarla en cuestión de meses, conseguí un ejemplar de una bonita edición de bolsillo de Argos Vergara, fechada en 1978, gracias a los nobles oficios de la amabilísima responsable de la librería Delfos.
Cuál fue mi sorpresa, al ver en la página 36 –casualidad cabalística que incita a creer en la numerología– que uno de los personajes hace alusión, rememorando su vida pasada, a José Antonio Primo de Rivera, a quien se refiere por el apodo de “jefe” y no por el nombre, trazando una poética pincelada de su aura carismática: “su mirada penetrante y melancólica, su locura de iluminado”.
No vaya a pensar el lector por esto, que gira La Espuela alrededor de nuestra cansina guerra fratricida. La acción se desarrolla fundamentalmente en la época en la que fue escrita y publicada por vez primera: los años iniciales de la década de los sesenta. Y su mejor valor, el retrato psicológico y social de cierto tipo humano bajoandaluz en el que se entremezcla la más desbordante exhibición religiosa con la práctica cotidiana –paralela y soterrada– de muchos de los vicios anatemizados por la Santa Madre Iglesia.
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