02 de octubre 2024 - 03:08

Hace unos días observé un raro cuadro. Varios gorriones picoteaban el suelo en uno de esos impersonales pasajes del centro que sirven de feo nudo entre callejas peatonales. Cada vez se ven menos gorriones en Sevilla. El ecologismo lo achaca a la contaminación, la comida basura, la escasez de insectos nutritivos y la falta de yerbajos naturales en espacios verdes en exceso rasurados por la jardinería municipal.

La estampa gorrionera me hizo recordar los chamarines de amarilloso plumaje que de niño compraba en el mercadillo de la Alfalfa. Otras veces eran periquitos y jilgueros, pero casi nunca canarios (me suscitaban una antipatía inexplicable). Félix Rodríguez de la Fuente era nuestro único referente en zoología básica y uno lo desconocía todo respecto a los 44 tomazos de la Historia Natural del conde de Buffon. No existía todavía el animalismo político y combativo, lo que habría convertido el bazar de la Alfalfa en una trifulca al modo en que Jesús arrambló contra los mercaderes que copaban el entorno de la casa del Padre en Jerusalén.

No domino la avifauna. Pero a veces me gusta contemplar el cielo como quien descifra el paso de las estaciones a través del mundo primario. Dicen los ornitólogos que el Aljarafe es buen lugar para observar, como ocurre ahora, las migraciones posnupciales de las aves. Tras aparearse en enclaves nórdicos, alcanzan a través de Doñana el estrecho de Gibraltar en busca de países como Senegal o incluso Sudáfrica. Vuelan en curiosa formación de uve para evitar turbulencias. Las aves más viejas y resabiadas son las que dirigen las formaciones y no hay piedad con las aves más jóvenes que no siguen el ritmo. Salvo por la vistosa estampa de los buitres, uno no suele advertir si las bandadas de aves que cruzan el cielo obedecen a garcillas, ánades reales, halcones abejeros o charranes árticos.

Ya no se ven cigüeñas en la secreta espadaña del otrora convento de Montesión ni en lo alto de la Fábrica de Artillería. Los vencejos sí trazan sus estelas en las mañanas al pronto luminosas del verano. Pero al anochecer, salvo sorpresa, uno apenas si ve ya murciélagos, como tampoco se ven las colonias de golondrinas de antes. Sí sabemos que cada vez más cotorras y más palomas invaden el hábitat urbano y lo convierten en un muladar lleno de ruido y de excrementos corrosivos. Oír los roncos graznidos de las cotorras de Kramer en la herida plaza de San Lorenzo causa una honda desazón. Han copado el lugar de los gorriones y han cambiado la acústica de toda melancolía. No sé si sería un poco trumpista apelar para que vuelvan las escopetas de balines.

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