La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
En el último de sus estupendos artículos, Eduardo Jordá se alarmaba del creciente número de incidentes protagonizados por viajeros en aviones, regularmente recogidos por la prensa, aunque es de temer que muchos queden fuera de su alcance. También se preguntaba si hace cincuenta años se producían estos comportamientos o eran silenciados, tal vez para evitar su proliferación.
La denuncia es oportuna, pero debo decir que, sin ser un gran usuario, como hay tantos hoy, cuando viajar se ha convertido ya más que en gusto o afición en estresante obligación, he tomado los suficientes aviones como para ser considerado un pasajero más o menos típico. Nunca he asistido a escenas protagonizadas por otros viajeros, pero sí puedo dar fe del trato cada vez más degradado al que a menudo nos vemos sometidos en aviones atestados, incómodos, en los que los horarios son un mero desiderátum. No hablemos del precio y el servicio en bares y cafeterías de los aeropuertos o de la abusiva conversión de sus espacios comunes en zonas comerciales por las que se nos obliga a deambular queramos o no. ¿Qué decir de las absurdas normas que, so capa de seguridad, se nos han impuesto? Normas que nuestros padres hubieran rechazado sin más por simple dignidad. Hace un año perdí un avión a Puerto Rico, donde debía participar en un congreso, porque en el último momento se me exigió un certificado de vacunación del que nada se me había advertido, y que no llevaba encima ni me dio tiempo a reclamar. Cuando finalmente pude llegar a mi destino, después de molestias y gastos, me encontré con que nadie lo reclamaba allí ni era necesario. Es un pequeño y particular ejemplo de lo que le puede suceder a cualquiera.
Cierto es que el nivel de los viajeros, desde la indumentaria habitual al comportamiento en las salas de espera, tampoco favorece, en general, otro ambiente menos aproximado al de un embarque de ganado, y tal vez proceda preguntarse, también aquí, si fue antes la gallina o el huevo. Aún así, mi extrañeza es que no se produzcan muchos más conatos de rebeldía, sin duda porque la gente, además de proveerse de paciencia infinita como parte del equipaje, sabe que nada va a conseguir, excepto amargarse definitivamente el viaje o algo peor. Otro día podríamos hablar de la asombrosa degradación del servicio ferroviario, de la Renfe, en todos sus niveles, en los últimos años. ¿Habrá que acostumbrarse también?
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