Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
De la última Nochebuena que pasamos con El Cuco, con mi abuelo, guardo un recuerdo nítido y recurrente, a pesar de que yo apenas había cumplido los ocho años. Al Cuco le gustaban mucho unas pastas de almendra y mi padre solía comprarle una caja para que yo se la diera en nuestras numerosas visitas. La cajita de pastas venía cerrada con un pequeño cordel azul de hilo, trenzado y atado en cruz. Mi abuelo, que hasta en la enfermedad conservaba una fortaleza colosal, repetía religiosamente el ritual de, en vez de desatarlo, romper el cordel del tirón con sus propias manos, algo que a mí, como él sabía, me impresionaba. Con el cordel de aquel veinticuatro de diciembre mi abuelo ya no pudo, y aún puedo ver aparecer a mi abuela detrás de él, risueña con unas tijeras, diciendo “trae para acá”, y cortándolo en seco. Es ese gesto de mi abuelo, haciendo fuerza en vano, el primero que se me viene a la cabeza aún hoy, cuando a menudo pienso en El Cuco, tal vez porque en el aquel momento sentí, por primera vez en la vida, el presagio de una ausencia. Las noches de Navidad en casa de mi abuela eran para los niños un caos extrañado y perfectamente dispuesto, la representación de una armonía alegre, donde cada adulto inconscientemente ejecutaba su papel asignado, construyendo así el recuerdo futuro para los nuevos miembros del clan. Ahora, cuando en aquellas fotos ocres de las Navidades de mi niñez parecen moverse ligeramente los ausentes, espectrales, como hablando en susurros, recuerdo también lo que tenían de misterioso aquellos ratos muertos en la madrugada, donde uno, cansado ya del prolongado ritual de los adultos, de los cantos, los tragos y las partidas de cartas, podía intuir la sutil frontera entre la dicha y la melancolía que existe en esa noche litúrgica que nos marca el paso del tiempo con la celebración anual de la eterna venida al mundo del hijo de Dios. Como nos muestra Alexander, el niño de Bergman que en la nochebuena asusta a los primos con sus historias, hay siempre algo gótico, para un crío, en una velada de luz baja donde todo puede ocurrir y todo es posible y probable. Y aunque ese mundo infantil sea un mundo perdido, sabemos bien que, a veces, la bendición del exceso puede traer la presencia del pasado en la noche del niño Dios, y quién sabe si mañana no encontraremos el auxilio de un fantasma para romper con las manos el cordel azul de la caja de pastas.
También te puede interesar
Lo último