La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
Cerca de un año ha transcurrido a partir del momento en el que denuncié, en este mismo rincón, el abuso interpretativo que suponía la atribución de motivaciones antisemitas a quienes critican las belicosas actuaciones del Estado de Israel. Sin ánimo de desdecirme, no me duelen prendas a la hora de considerar que los episodios de boicot a artistas o instituciones académicas, contemplados durante meses, han rayado en ocasiones, en la judeofobia.
No obstante, como suele ser costumbre, al ser fruto del protagonismo de activistas de izquierdas, el grado de alarma social generado ha resultado mínimo. De no haber sido así, probablemente los medios habrían sacado a pasear el recurrente fantasma de cierto cabo austriaco de la Reichswehr, fallecido en 1945 tras haber involucrado a su patria sentimental en una nueva gran guerra. Y más en estos tiempos, en los que una socialdemocracia en declive oculta sus debilidades, invocando la lucha contra el supuesto resurgir de un fascismo inexistente.
Escasas oportunidades se van a presentar sin embargo para ello, en un contexto en el que los líderes de esa derecha radical contemporánea que tan poco tiene que ver con Hitler o Mussolini, rivalizan entre sí para captar las simpatías de Netanyahu.
En mi caso particular, y remontándome a mi pasada juventud, debo confesar que mi estima por los gobernantes de Tel Aviv no era superior a la de aquellos que hoy acampan en los recintos universitarios españoles. Lo que no me impide rendir homenaje, entre los afortunados antídotos que me alejaron de una evolución al antisemitismo, a mi devoción por dos exponentes de la comunidad judía de la Costa Este de los Estados Unidos de América. Me refiero, concretamente, a Paul Auster y Woody Allen.
Fue compartida con algunas de las personas de mi entorno inmediato, la admiración hacia el desbordante talento de ambos creadores, lo que nos dotaba –dicho sea de paso– de un impreciso halo de jerarquía intelectual, que rememoro con nostalgia.
Recuerdos removidos por la reciente desaparición del literato que me condujo a disfrutar de uno de sus títulos perdidos en mi biblioteca doméstica, cuya lectura había quedado pendiente, por diversas circunstancias, en distintas etapas de mi vida. Hablo de ese fascinante relato titulado Mr. Vértigo, a medio camino entre el realismo mágico y la novela de iniciación.
Al final de la primera de las partes en las que se estructura el libro, Auster nos enfrenta de forma crudísima a los horrores a los que puede impulsarnos la intolerancia, personificada en los en apariencia honrados y amables ciudadanos que se transmutan en crueles asesinos, tras embozarse en ropajes blancos que en las latitudes mediterráneas emanan un aire penitencial.
Una intransigencia que adopta en nuestros días las más múltiples caras, como la de los nuevos puritanos que tanto hacen por privarnos del genio de Allen, aunque ese es asunto que merecería un artículo dedicado en exclusiva.
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