La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
La última luna llena del verano, la llamada luna de las cosechas, nos pilló pensando en el pavoroso adviento que ya se otea por lontananza. Más de uno anda temblando cual perro aterrado bajo la cohetería rociera. Hemos conocido ya algún que otro pormenor de la Magna prevista para el 8 de diciembre. Quiere decirse la cabalgata sacra de las 40 horas con procesiones en la calle. O sea, todo lo que abarca la presunta salida sin lluvia del Cachorro, la gran parade cofradiera y el regreso a su basílica de la Esperanza Macarena entre villancicos, marchas procesionales y zambombas. Todo se desmanda en la era en la que Taylor Swift es hoy por hoy la unidad de medida para todo. Confieso que estoy buscando un exilio digno para el puente de diciembre. El otrora mes de los gozos hace ya años que se convirtió en un ingrato carrusel de días hostiles, ruidosos y chabacanos. Ni siquiera nos da ya por refunfuñar a solas. Aceptamos bovinamente que la fiesta continua altere una y otra vez el simple correr de los días sin afán. El calendario más íntimo llora por los otoños que perdimos. No extraña ya siquiera que el celeste de la Inmaculada sea profanado por la idea de la piedad popular que inexplicablemente ha poseído al mitrado Saiz Meneses. La nostalgia, ese vicio necesitado de bula, nos hace recordar los días de la Inmaculada del mundo de ayer. Eran como el cintillo que señalaba cierto anhelo de vísperas. Las tardes de la Inmaculada discurrían hacia la noche pronta y la lluvia solía caer como si la ciudad provinciana destilara el arcano de su esencia ensimismada. Familias tradicionales y las más ajenas al canon compartían la sensación de que el puente de diciembre era como un pórtico y no la entrada a empujones a un jolgorio soez y sin fin. Los hoteles están ya copados para el 8-D. Las reservas para las comilonas de Navidad ya se agotan. Y quedan apenas horas para que las dulzainas navideñas nos saluden a la entrada de los supermercados. El otoño dejó de ser un cobijo entre los rastrojos del verano tardío y el primer y fugaz vislumbre de la Nochebuena. El hilo de los días ha adquirido la forma nudosa de una soga. El 1 de septiembre tuvimos dos noticias que demuestran que el tiempo se ha convertido en el parte de un siniestro. Nicolás Maduro, con su chándal bolivariano, anunciaba por decreto fálico que adelantaba la Navidad al 1 de octubre en Venezuela. También supimos que la empresa Ximénez de Puente Genil había empezado ya a montar en Vigo su tramoya navideña. La vida no tiene sentido, pero el fluido del tiempo sobre cada uno de nosotros sí lo tenía. Ya no.
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