Francisco Vázquez Perea

Atarazanas: el túnel al final de la luz

26 de septiembre 2024 - 03:08

Empecé a escribir estas líneas antes del verano, cuando el anterior consejero de Cultura en estas páginas manifestaba sobre las Atarazanas idéntica conclusión con que hace unos días se ha despachado su sucesora. Nada de debates sobre su uso o sobre el abuso de su restauración: lo importante es que tras décadas de cierre volvía a abrirse el recinto. Sucumban todos ante el resplandor de tal afirmación. Igual que si se cerrase unas décadas la Catedral y en lugar de recinto sagrado o al menos cultural, acogiera con grosera amnesia un gimnasio. O que el nuevo suelo estuviese al nivel del Cristo del Millón, enterrando la vertiginosa trascendencia de su altura. Nada, que lo relevante fuera tan solo que la catedral –ya en minúscula– volviese a abrir sus puertas. Por supuesto que de eso, en principio, nos alegramos todos. Pero en estos días que, lustroso e impoluto el viejo astillero se desbrida de su vallado invitando a contemplar por sus ojales el fin de su rehabilitación, no miedo sino pánico provoca que lo más relevante de la intervención sea que haya terminado. Los bofetones a su identidad, la deslealtad hacia la memoria de sus entrañas, el ninguneo de los divinos a los compromisos firmados en sede judicial, la burlada recuperación de la cota original de, al menos, algunas de sus naves… dónde está el respeto que se le debe a un monumento. O lo que quedase de él, por eso mismo es un descabello, una puntilla, la gorda pincelada fabril y minimalista con que tienen que justificar su impronta los imprescindibles como el que aquí hemos visto sortear gobiernos y administraciones de todo color y pelaje seguro de la victoria de su intocable y arrogante tiralíneas. Con el pecaminoso complejo de quienes lo permiten y alientan y las vaharadas turiferarias de los perdonavidas. Que la oportunidad perdida concluya en una copia del aeropuerto de Moneo o que pronto se instale en el imaginario común que las galeras salían hacia el río por la calle Arfe será algo que muy pocos serán capaces de susurrar el día de la inauguración. Imperará el “pressiosso” del maestro Burgos y el susodicho “hemos recuperado por fin este espacio de la ciudad”. Lo del futuro contenido vinculado a su origen es de momento una imprecisa ambigüedad a la que le caben todos los trajes. Llevamos aguardando, es verdad, no desde que echaron el cerrojazo: pedía a gritos meterle mano desde mucho antes que lo pisáramos hace una eternidad con pisadas de corderos conducidos al matadero de la caja de reclutas. Ha sido un largo trayecto soñando algo que a los catalanes nadie tuvo que explicarles, y encima de lo que ellos más presumen en sus Drassanes es de una obra sevillana –Malhara, Juan Bautista Vázquez el Viejo– parida en estas naves: la asombrosa decoración de la Real de Lepanto ¿o no, Emma Camarero? Pero va a resultar que tantas décadas de espera no fueron un túnel esperando la luz de esta rehabilitación, que la luz era la de nuestra ilusión y que es en el túnel oscuro de la decepción donde estamos desembocando.

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