Ignacio F. Garmendia

Un artista total

08 de octubre 2010 - 01:00

NO es a Mario Vargas Llosa, que no lo necesitaba, sino a los jurados del Nobel a quienes habría que dar la enhorabuena. Después de los fallos de los últimos años, ya era hora de que premiaran a un escritor inequívocamente grande, sin atender a cuotas ni caprichos de ningún género, volviendo la mirada a la incuestionable calidad literaria y a la proyección universal de uno de los más altos narradores contemporáneos de la lengua castellana. Vargas Llosa no es sólo uno de los nombres ineludibles a la hora de hacer recuento del boom hispanoamericano, que suena ya tan remoto, es también un grafómano incurable que continúa en activo y no ha bajado en ningún momento el nivel de autoexigencia, manteniendo vivos la proverbial capacidad de trabajo y el deseo o el vicio de contar historias. Se hace difícil no caer en la hagiografía, porque Vargas es además de un excelente novelista uno de los pocos intelectuales de referencia con los que cuenta la literatura en lengua española. Es de agradecer que los señores de la Academia, tan habitualmente melindrosos, hayan dejado esta vez de lado los prejuicios para juzgar el talento a secas.

La obra narrativa de Vargas Llosa comprende títulos imprescindibles y otros que no pasan de muy buenos, pero al contrario de lo que le ha sucedido a algún ilustre coetáneo no cabe hablar de relajo o decadencia. De hecho, algunos de esos títulos cimeros corresponden a su época más reciente, como la impresionante La fiesta del chivo, que actualiza el descarnado retrato del tirano en un terreno en el que parecía imposible decir nada nuevo, o la conmovedora y hermosísima El Paraíso en la otra esquina. Muchos decían que el genio de Vargas se había visto afectado por su malograda aventura en la política, pero es improbable que un artista genuino pueda dejar de serlo por circunstancias ajenas al desempeño de su oficio.

La etapa primera y más experimental de Vargas Llosa, que cuajó en títulos legendarios como La ciudad y los perros o Conversación en la Catedral, no sólo marcó un hito de la narrativa hispanoamericana de vanguardia, sino que es de lo poco de entonces que se puede seguir leyendo hoy y además con gran placer. Entre tantos sofisticados artefactos que fueron publicados con éxito y se han convertido en letra muerta para ejercicio de los tesinandos, obras como las citadas -también La casa verde o Los cachorros- han logrado vencer a las injurias del tiempo, y es porque en ellas, más allá de lo novedoso de los procedimientos, sigue latiendo la vida. Pero se equivocarían quienes consideraran que novelas posteriores como la desopilante Pantaleón y las visitadoras o la no menos caricaturesca La tía Julia y el escribidor, obras jubilosas y a veces minusvaloradas, no reflejan una veta igualmente perdurable. El humor y el erotismo ya estaban en su obra anterior, sólo que a partir de entonces don Mario se quitó el corsé y decidió caminar por libre. Es fama que la publicación de Pantaleón fue en los setenta motivo de ásperos debates a cuenta del abandono -que muchos juzgaron defección- de una forma estrecha de entender el compromiso, y el propio Vargas cuenta que sintió ese rechazo como una suerte de liberación.

Vista en perspectiva, tal vez el rasgo más característico de la obra de Vargas Llosa sea su ambición formidable. Sin renunciar al sueño decimonónico de la novela como arte total, capaz de abarcar el mundo y encerrar su sentido al tiempo que construye una realidad paralela pero no menos verdadera, el novelista peruano se ha servido de las innovaciones estilísticas del siglo XX para intentar registros muy distintos y ensayar siempre nuevos retos, sin caer en la rutina que asalta a temperamentos menos inquietos. Tal vez, considerada en su conjunto, la serie de novelas publicadas en los ochenta y noventa no se cuente entre lo mejor de su trayectoria, pero a esa época pertenecen títulos como La guerra del fin del mundo o Elogio de la madrastra, novelas admirables que sólo un ciego calificaría de obras menores.

Pocos narradores ha habido, de cualquier tiempo o nación, que tengan una conciencia tan clara de los mecanismos que intervienen en el acto de la creación literaria y una visión tan lúcida a la hora de enjuiciar los logros de la inspiración ajena. El volumen donde recopiló los pequeños ensayos de literatura sobre algunas de sus novelas predilectas, La verdad de las mentiras, es no sólo una extraordinaria guía de lectura, sino una verdadera lección de vida. Porque Vargas Llosa es una inteligencia crítica de primerísimo orden, parangonable a la de escritores y ensayistas de la talla de Borges u Octavio Paz. Siendo exponentes de la mejor y más ambiciosa crítica literaria, los luminosos ensayos monográficos de Vargas trascienden con mucho el ámbito de los especialistas para acercarse al lector, su semejante. García Márquez, Flaubert, Victor Hugo o Juan Carlos Onetti han sido algunos de los autores objeto de una obra crítica felizmente incitadora que demuestra que el rigor no es incompatible con el entusiasmo.

Ayer fue un día feliz para decenas de miles de lectores, no sólo de Perú o de España o del vasto ámbito de la lengua compartida. Junto a los señores jurados, estaban de enhorabuena todos aquellos que han aprendido en los libros del maestro de Arequipa que la literatura puede no hacernos mejores, pero sí más sabios y, sobre todo, más desesperadamente humanos.

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