NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Los profesores recuperan el control de las aulas
Pocas plantas de las usadas como ornamentales en las urbes modernas llevan un nombre común más sonoro y evocador que el arrayán (Myrtus communis), también conocido como mirto. La palabra procede del árabe hispano arrayhán y significa verde, por ser una planta de hoja perenne que muestra su intensa tonalidad glauca durante todo el año. Esta aromática mirtácea forma parte desde tiempos pretéritos de la vegetación de nuestro bosque mediterráneo, siendo oriunda del sudeste europeo y norte de África. Sus florecitas blancas cuajadas de estambres que semejan alfileres brotan entre junio y agosto, formándose atrayentes bayas de color azul oscuro. El desarrollo compacto de su lustroso follaje lo hace muy recomendable para la formación de setos, aunque también puede convertirse en un arbolito de hasta tres metros de altura. Con propiedades antisépticas y cosméticas, aparece con relativa frecuencia en la Biblia y siempre representando un símbolo de paz y equilibrio. En la antigüedad clásica se consideraba portador de belleza, amor, fecundidad y fidelidad, consagrándose a Afrodita-Venus y participando de celebraciones religiosas o profanas en diferentes culturas occidentales. “Borbollicos hacen las aguas/ cuando ven a mi bien pasar /.../ y los pájaros dejan sus nidos,/ y en las ramas del arrayán/ vuelan, cruzan, saltan, pican/ toronjil, murta y azahar...” (Al molino del amor, Tirso de Molina).
Además de encontrarse en la mayoría de los parques de Sevilla, el arrayán está presente en muchas de sus emblemáticas plazas, embelleciendo estatuas, fuentes o edificios monumentales de interés histórico-artístico. Así, lo vemos en la Plaza de Doña Elvira rememorando los eternos amores de don Juan Tenorio y doña Inés; acariciando con sus ramas los muros del Alcázar en la concepcionista Plaza del Triunfo; velando los arriates poblados de rosas en la murillesca Plaza del Museo ante un magnolio y dos magníficos ficus centenarios de Bahía Moretón; acogiendo en su regazo a un espléndido ficus del caucho en la trianera Plaza del Altozano; acompañando con su verdor constante a la fantástica fuente de la Magdalena, que borbotea sin cesar bajo la poética musa Calíope frente al avance inexorable del urbanismo inconsciente. Es relajante detenerse en la Plaza Virgen de los Reyes para disfrutar de un atrevido arrayán con ansias de ser árbol y un esbelto ciprés que crecen juntos en la embocadura de la calleja que lleva a la palpitante plazuela de Santa Marta, rozando el muro de la antigua Mezquita de los Ossos que pertenecería desde 1404 al Hospital de Santa Marta y desde 1819 hasta hoy al convento de religiosas agustinas de la Encarnación. Estas dos plantas parecen seguir la profecía de Isaías (55:13), al aportar paz celestial y armonía a ese mágico rincón hispalense junto a la Catedral: “En lugar de la zarza, crecerá el ciprés; en lugar de la ortiga, crecerá el arrayán. Esto dará lustre al nombre del Señor, y será una señal eterna que nunca será borrada”.
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