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Rafael Padilla
La paradoja de la privacidad
Entre las rarezas de mi hemeroteca privada, se encuentran sendos ejemplares de España y Diario de África, cabecera periodística surgida de la integración por parte del diario España, fundado en Tánger en 1938, del nombre del Diario de África que se editó en Tetuán, de 1945 a 1962. Concretamente uno de los que poseo, corresponde al último número, fechado en octubre de 1971, quince años después de la configuración del reino marroquí, tras la independencia de los territorios que a lo largo de décadas vivieron bajo la administración de franceses y españoles.
Constituyó su cierre uno de los hitos de la retirada de los europeos de un continente en el que habían desarrollado un rol preponderante durante algo más de una centuria. En estos tiempos de confusión ideológica en los que padecemos a ministros que promueven la descolonización de museos, desde esta orilla del Mediterráneo nos empeñamos en flagelarnos, efectuando remembranza de los abusos cometidos sobre los vecinos meridionales, en esa expansión de nuestros antepasados en la cálida África, que alcanzó su principal auge en la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX.
Hacen caso omiso quienes se abandonan a esos discursos penitentes de ingenuo relativismo cultural, a los avances que en numerosos campos llevó Occidente, por el contrario, a colectividades humanas mayoritariamente inmersas hasta entonces en la barbarie. Así como a las comprensibles motivaciones que impulsaron a la emigración a multitud de colonos, para zafarse de la pobreza y otras lacras que los asolaban en sus lugares de origen, tal y como hoy ocurre en sentido inverso, por más que los métodos de desembarco puedan ser diferentes.
Volviendo a los amarillentos periódicos a los que me referí inicialmente, en uno de ellos se hace alusión, en un breve reportaje, a la entrega de la placa de honor de socio de la Casa de España en Casablanca, a Leonardo Marín, prominente empleado bancario y destacado miembro de la colonia hispana en aquel enclave del antiguo Marruecos francés.
Aunque no logré conocer al destinatario del homenaje, por su prematuro deceso, muchas veces visité la vivienda que adquirió tras el retorno a nuestra tierra, debido a lazos de afecto que me unieron a su viuda e hijas. No hubo irrupción mía en el salón de aquella casa, en la que no quedara fascinado por la foto de una fiesta en la que Leonardo y su esposa se divertían con acompañantes de distintos orígenes nacionales y étnicos, al otro lado del Estrecho. Una imagen que retrataba la estética glamurosa y amable frivolidad de la vida social en los años sesenta.
A riesgo de ser tildado con epítetos negativos propios del diccionario progresista, no me duelen prendas al afirmar que semejante escena me inspira una simpatía infinitamente mayor que esas otras, cada vez más frecuentes, de mujeres foráneas vestidas con atuendos representativos de su sumisión, deambulando por las calles de las ciudades que un día, para bien y para mal, irradiaron su luz al resto del mundo.
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