Animales felices

06 de julio 2024 - 07:00

Un estudio de la universidad australiana de Queensland ha desvelado que las ballenas jorobadas fueron más felices durante la pandemia, probablemente gracias a la menor presencia de seres humanos en el mar. Y eso nos lleva a la verdadera naturaleza del periodismo: la noticia no es que un perro muerda a un hombre, sino que un hombre muerda a un perro. Es decir, que lo verdaderamente noticioso hubiese sido que los cetáceos de las antípodas echasen de menos a ese mono listillo y cabrón que los persigue por los siete mares para erizarle los lomos de arpones. Y lo digo con toda mi admiración hacia la tripulación del Pequod y los balleneros vascos que convirtieron los mares más extremos del norte en un coto de pesca de la corona de Castilla, con su consiguiente tributo de sangre.

Uno se crió con las imágenes en los telediarios de las zodiacs de Greenpeace encaramándose a los cascos de los balleneros japoneses. Y siempre sentí admiración por ambas tripulaciones: por las niponas debido a una elemental solidaridad con los hombres de la mar heredada de Conrad; por los melenudos ecologistas gracias a que no hay nada más sobrecogedor que el valor y el idealismo, por criminal que a veces sea. En los años fundacionales de Greenpeace, antes de convertirse en una multinacional del buenismo, latía una épica que hundía sus raíces en los pioneros de la colonización del subcontinente norteamericano. Una épica, por cierto, nacida de los tramperos y cazadores que recorrieron, apenas con un par de mulos, aquellas geografías ignotas. Los primeros e inconscientes naturalistas. Observen una foto de los fundadores de Greenpeace. Parecen sacados de Las aventuras de Jeremiah Johnson, la maravillosa película de Sydney Pollack sobre un cazador de las Rocosas.

Pero no hace falta fijarse en las lejanas ballenas de los mares australianos para caer en la cuenta de lo felices que fueron los animales cuando los gobiernos de medio mundo nos obligaron a encerrarnos en nuestras madrigueras. Aquí, en Sevilla, muchos recordamos la confianza con la que andaban los patos por la gran avenida de las sóforas del Parque de María Luisa cuando se volvió a abrir tras meses cerrado. Por un momento, aquellos bichos debieron vivir como en el Edén antes de la llegada de Adán, Eva y los domingueros. Es decir, reproduciéndose y devorándose los unos a los otros, pero sin la posición abusiva del Sapiens. Da pena volverlos a ver recluidos en la Isleta de los Pájaros, temerosos de las crías de un populacho insaciable en experiencias biofílicas. Y sí, yo, como las ballenas jorobadas, también fui feliz durante un confinamiento en el que muchos convertimos nuestras casas en cabañas junto a un río.

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