La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
El domingo en que los niños, por fin y después de cuarenta días, pudieron salir una magra hora en compañía de uno solo de sus padres -¿por qué, señores del Gobierno, por qué no de los dos, más allá de hacernos sentir que vivimos de la limosna material y emocional que ustedes nos arrojan?-, él se levantó temprano. Hoy, también para él, que ya no estaba en edad de pasear niños, llegaba el momento tan esperado y, ciertamente, tan batallado. Desde el 15 de marzo eran seis los domingos sin poder pisar su casa, cuarenta y dos días de forzado ayuno entre los que se contaban los de mayor anhelo de todo el año. Tenía que remontarse muy atrás, a sus particulares años de plomo, cuando la oscuridad era grande a pesar de los logros de la edad plena, para que algo así se produjera, ni tan siquiera fuera imaginable. Había rezado insistentemente pidiendo este momento y allí estaba, ya casi ante él.
Se arregló lo mejor que pudo y se echó a las calles desiertas, como casi cualquier domingo a esa hora, evitando las habitualmente más concurridas, las probablemente más vigiladas. Le gustó deslizarse así por la ciudad dormida o paralizada, como también en tiempos, pero hoy no divagante, rechazando la expectativa de cualquier mirada que pudiera distraerle. Todas las citas importantes exigen, cuando menos, discreción, y ese convencimiento le llevaba a amortiguar cada pisada. Se le vino a la cabeza el paso ligero del Martes Santo, camino de la capilla universitaria, pero hoy, apenas encubierto por la mascarilla y los guantes de látex, el palpitar que sentía en el pecho no era penitente, sino de gozo largamente reprimido.
Cerca ya de su destino, se detuvo para lanzar las últimas miradas en torno, más nerviosas que temerosas. Dios mío, ya tan cerca... Era la hora convenida. Tecleó un breve mensaje que tuvo rapidísima respuesta. Avanzó los últimos metros hasta el apenas perceptible postigo lateral, siempre cerrado, hoy abierto sólo para él. Aún, casi volando, hubo de atravesar el breve patio de la rectoría, la vista ya nublada. La pila seca, el extraño olor a cerrado, la penumbra desusada, los apagados dorados del retablo, las imágenes sin culto y convertidas en poco más que severos maniquíes, nada pudo cargar de tristeza su corazón. La parpadeante lamparilla le llamaba como un carbón encendido en mitad de la noche. Cayó de rodillas frente a Él -Adoro te devote latens deitas...- y allí estuvo mucho, mucho tiempo.
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