La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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Comoenbotica
LA radio fue un invento muy importante para la evolución de la humanidad durante los últimos dos tercios del siglo XX. Un instrumento para la apertura de horizontes vitales, para motivar los afanes de emancipación, para la difusión de la cultura y para el mero entretenimiento. (Repásense, al respecto, Historias de la radio, de José Luis Sáez de Heredia; Días de radio, de Woody Allen; o la monumental y elegíaca El último show, de Robert Altman). Un instrumento, también, para el control político, la propaganda y la manipulación de masas. Pensemos, si no, en Goebbels, en Queipo de Llano, en Evita Perón, en Radio Moscú, en Radio Liberty, o en el diario hablado -El Parte- de Radio Nacional de España. Ahí también hay tela para cortar.
Pero la radio, en sus armatostes antiguos, colocada sobre una mesita con su pañito de crochet, o en un hueco del aparador, era un invento para escuchar en familia. Ante la radio entronizada, en los años 50, se oía en común El Parte; se escuchaban discos dedicados -copla y más copla, viva aún en nuestras carnes; canciones de Gloria Lasso y Jorge Sepúlveda; boleros de Machín; cuplés de Lilian de Celis y Sarita Montiel; y algo de Renato Carosone o Domenico Modugno; se conocía a los vecinos, con Rafael Santisteban; o se entretenía a la chiquillería, con el Mago Tranlarán de Agustín Embuena. También se podían seguir los toros, con Enrique Vila; y el fútbol, con el Tío Pepe y su sobrino. Y estaban las novelas de Guillermo Sautier Casaseca y Rafael Barón, que congregaban en torno a la radio a mujeres respetuosas y silentes, mientras planchaban, o zurcían calcetines, o hacían punto, o expurgaban lentejas. La radio era un centro de adoración colectiva, que incitaba al sedentarismo.
En los 60, con la llegada a España del transistor, las cosas cambiaron radicalmente, porque el transistor, de pilas, era transportable y de uso individual. Cada quien podía escuchar, a solas, lo que quisiera. Los jóvenes buscábamos otras músicas y otro tipo de programas. Se diversificó la demanda y se tuvo que enriquecer la oferta radiofónica. En Sevilla surgió, en Radio Vida, un programa precursor que se llamaba, por cierto, como una bella película inglesa de 1956, en la que John Mills/Mister Dingle nos hacía amar todas las músicas: Es grande ser joven. Éste fue el programa que nos hizo modernos musicalmente hablando, gracias a los discos conseguidos en las Bases de Utilización Conjunta de San Pablo y de Rota. En Radio Vida, también, el innovador y laico Vida de espectáculos nos aportó cultura cinematográfica y nos hizo adoradores por igual de John Ford, Howard Hawks, Visconti o Bergman.
Aparecieron otras iniciativas: en La Voz del Guadalquivir, por ejemplo, con Ritmorama y Maxiradio; o, en la Voz de Madrid y Radio Peninsular, las creaciones del nunca bien ponderado Ángel Álvarez, quien, con su voz envolvente, nos hacía llegar -Caravana Musical y Vuelo 605- todo lo nuevo y bueno en rock, folk, country, o soul. Por ejemplo: The Everly Brothers, The Drifters, Fats Domino o Eddie Cochran y sus Three Steps to Heaven.
Mi primer transistor me tocó, para mí sólo, en una rifa que organizamos en mi curso de Preu. La única rifa que he ganado en mi vida: un Sanyo de 1963, con su funda de piel, y su auricular (un auricular, no dos), y su antena extensible. Con su Onda Media y su Onda Corta. Lo conservo aún: mi amigo, el transistor, que me otorgó el privilegio de ser más libre y más yo.
Después vinieron otros inventos…Y otros jóvenes.
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