
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La cuaresma del alcalde de Sevilla
No creo que haya ningún sevillano de mi quinta que no recuerde la madrugada en que ETA asesinó a Alberto Jiménez-Becerril y a Ascensión García Ortiz. Por entonces, yo era un joven plumilla y aquel mismo enero negro de 1998 había empezado a salir con la que hoy es mi mujer. Nada extraño, es obligado que lo atroz y lo alegre se mezclen en nuestras biografías. En aquellos años, la banda terrorista se había empeñado en “socializar el sufrimiento”, que es como bautizaron a su estrategia de no limitar sus crímenes a militares y agentes de las fuerzas de seguridad, sino ampliarlos a políticos, periodistas y otras profesiones relacionadas con el Estado de Derecho. Es duro decirlo, pero solo entonces empezó a surgir de verdad en la sociedad civil española un espíritu combativo frente al terrorismo. Si importante es hoy honrar a las víctimas de ETA, también lo es el recordar el ambiente de degradación moral que hizo posible que una banda de fanáticos sembrase de muertos la joven democracia española. Y no me refiero solo al nacionalismo vasco. En el resto de España también hubo políticos e intelectuales a los que les costó abandonar sus simpatías o indiferencia por ETA. Luego, cuando la sangre era ya demasiada, se inventaron eso de que era una “banda fascista” para tapar sus vergüenzas y colocarse en las cabeceras de las manifestaciones.
El jueves se cumplieron 27 años del asesinato de Alberto y Ascen, uno de los días más trágicos de la historia de Sevilla. Y ayer viernes la Fundación que lleva el nombre del concejal popular entregó su galardón a Fernando Iwasaki por mantener viva su memoria. Para honrar a los dos asesinados y acompañar al premiado nos congregamos en el Salón Colón del Ayuntamiento algunas autoridades, concejales (con ausencias llamativas) y amigos de distinto pelaje del premiado. Y todos encontramos harto consuelo en el discurso de Fernando, quien con su español entre limeño y sevillano hizo una evocación única, íntima y vibrante, de los que fueron sus amigos y vecinos en aquella Sevilla de finales del milenio, pasando con finura criolla de la honda reflexión moral a la retranca de los derbis sevillanos. “No te pega ser bético, Fernando” le decía –con razón– Jiménez-Becerril.
Una vez más, las figuras de Alberto y Ascen aparecieron envueltas por una mezcla de tristeza y alegría, como en aquellos años de plumilla ennoviado. De tristeza, porque el acto de ayer nunca tuvo que ocurrir; de alegría, por ver a Fernando y a otros amigos, por celebrar la vida que, pese a los asesinos, sigue adelante en esta ciudad milenaria que nunca olvidará a aquel matrimonio al que unos bárbaros asesinaron. Por mucho que algunos se empeñen.
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