Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
DE POCO UN TODO
HE de tener mucho cuidado con lo que escribo, porque al final se cumple. Me encargaron un artículo sobre la Jornada Mundial de la Juventud y repasé todas las jornadas anteriores a las que yo había asistido con entusiasmo, y concluí diciendo que a ésta no iría por el simple hecho de no estar convocado, ay. "No volveré a ser joven", se titulaba la pieza. Ahora confieso que quizá lo escribí con ese punto de coquetería de los que vamos cumpliendo años, suponiendo, iluso, que todavía quedaba un pequeño margen para una halagadora duda. Sin embargo, lo que escribo termina cumpliéndoseme al pie de la letra, y estos días, a las puertas de las magnas celebraciones madrileñas, me ha dado un tirón en un brazo, cargo una contracción muscular en la espalda, supongo que de bajar a mi hija a la playa (y la sombrilla, las sillas, las palitas y todos los avíos), y me ha entrado una tortícolis de -nunca mejor dicho- no te menees. Ando postrado. Esta columna la estoy dictando desde el lecho del dolor.
¿Me lo tengo merecido? Sí. Si hubiese defendido en aquel artículo que, a pesar de que los cuarenta ya no los cumplo, estoy hecho un chaval y que iría a la JMJ saltando como un cervatillo, disputándole los primeros puestos a los adolescentes, me encontraría ahora en plena posesión de mis facultades físicas y asistiendo a los actos entre la impresionante multitud. Los poderes del subjetivismo y la sugestión no hay que subestimarlos nunca.
Por suerte, la segunda parte de aquel artículo versaba sobre el interés con que seguiría todo lo que se produjese esos días en Madrid y muy especialmente los mensajes de Benedicto XVI. Ahora estoy en unas condiciones inmejorables para no distraerme por ahí y seguirlo todo largo y, desde luego, tendido frente a la televisión.
Y en los intervalos me haré la siguiente reflexión: esperamos de las vacaciones unos días perfectos, paradisíacos, imperturbables, pero su continuidad sin solución con la vida cotidiana siempre nos coge por la espalda: las fiebres, los accidentes, las lesiones, las cosas que se estropean, los aburrimientos... Parece que cualquier contratiempo en agosto se multiplica, porque nos roba el tiempo a favor que nos habíamos reservado. Qué ingenuos: qué poco conocemos cómo se las gasta el tiempo (cómo se gasta) y nuestra propia fragilidad.
Por eso el mensaje que entusiasma a tantos jóvenes no es el imposible y a la vez obvio Carpe diem, sino el Carpe aeternitatem. Y eso sí vale, gracias a Dios, para todos, incluso para los achacosos, aunque lo veamos desde donde nos ha tocado: desde la primera fila de nuestros mullidos almohadones, molidos.
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