Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Raphael, no se lo pierdan
Auténtico bicho raro entre aquellas personas de mi generación que poseen un nivel socioeconómico y cultural similar al mío, no me avergüenzo en confesar que apenas habré volado más de una docena de veces en mi vida.
Me incomoda la navegación aérea en sus variados aspectos y por ello evito hacer uso de la misma siempre que puedo, aunque suponga el privarme del conocimiento directo de la mayoría de regiones del mundo habitado.
Al irracional miedo psicosomático que me inspiran el despegue y aterrizaje, así como las turbulencias y otras incidencias propias del vuelo, se unen la pereza que me causa el desplazamiento a los bastante alejados aeropuertos y el disgusto ante la cansina burocracia añadida: facturación, controles de seguridad, desembarco de equipajes…
Y todo esto sin que me haya visto implicado, en ninguna de mis escasas experiencias, en uno de esos interminables retrasos por efecto de alguna huelga, circunstancia meteorológica imprevista o percance informático, como el sucedido hace semanas en EEUU, con consecuencias planetarias.
Ajenas a estas manías de anciano prematuro, un verano más las multitudes abarrotan los aeropuertos andaluces, nacionales e internacionales para arribar a nuestra comunidad o salir de ella, dentro de un ritual imprescindible del trasiego vacacional en la era del turismo de masas.
A pesar de lo dicho, yo mismo he formado parte de ese animado cortejo que rodea a las aeronaves, en varias ocasiones durante el último mes; aunque sin separar los pies del suelo, puesto que el motivo que me ha conducido de nuevo a tales lugares, ha sido trasladar y recoger a seres queridos.
Nadie entienda menosprecio a una de las más gloriosas conquistas del género humano: la de los cielos. Llevando a la realidad el mítico sueño de Ícaro y superando los inventos previos de los hermanos Montgolfier en vísperas de la caída de Luis XVI, los aeroplanos de los también hermanos Wright, y de Santos Dumont, inauguraron, en la primera década del siglo pasado, un medio de transporte revolucionario, cuyas prestaciones se revelaron enseguida como mucho más satisfactorias que las de los globos aerostáticos y sus derivados.
Sin todos estos precedentes, no hubiera sido posible la epopeya del Apolo 11 y su misión lunar. Su quincuagésimo quinto aniversario se ha celebrado recientemente, sin que desde entonces se hayan producido avances sustanciales en esa otra gran aspiración que como especie tenemos por cumplir: la colonización del espacio extraterrestre.
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