¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
C ON la aprobación de la ley del consentimiento sexual efectivo -vulgo: sí es sí-, algunas hemos hecho moviola de cómo cambian costumbres y códigos y cómo lo que hoy nos parece una barbaridad atroz pasaba por normal en sociedades habitadas por, en general y no obstante, buenas personas. Carmen Martin Gaite, que hizo un delicioso y riguroso estudio sobre los modos sentimentales en la España franquista, hablaba de esos camisones que abuelas y bisabuelas vistieron, largos e infinitos, estratégicamente abiertos por un agujero a la altura del pubis para facilitar lo que los catecismos llamaban débito conyugal. Ya se imaginan de quién y para quién. Qué espanto.
Anda la editorial Renacimiento benditamente empeñada en rescatar obras de ficción y no ficción de mujeres grandes e importantes, que tantas veces no han merecido ni un pie de página en los manuales de Historia o Literatura. Entre ellas, Mercedes Formica, falangista, menos tiempo que Torrente Ballester o Dionisio Ridruejo y que, sin embargo, es asimilada a los nacionalcatólicos con perseverancia a veces su poco abstrusa. Formica no fue antifranquista, vayamos a equivocarnos, pero desde las costuras del régimen hizo la vida más llevadera y un poco más digna a sus contemporáneas. La reforma del código civil de 1958 se debe a ella y a su esfuerzo por garantizar una mayor emancipación e independencia a las mujeres, que la dictadura trataba como inferiores o al menos merecedoras siempre de tutela de varón. Hoy, andando ya para el cuarto del siglo XXI, hay quien no ha votado una Ley que responde exactamente al clima social que la defensa de la igualdad ha provocado. La igualdad como valor ha zarandeado todo: los marcos legales y los derechos, las relaciones públicas y las más privadas. Del débito conyugal y la docilidad marital hemos pasado a gozar desde el pleno consentimiento. Ni es inmediato ni fácil, pero el cambio resulta imparable. Ayer un violador era simplemente un marido ejerciendo su derecho. Hace seis años, en Pamplona, una mujer fue el fin de fiesta de un grupo de hombres que encontraron normal terminar la farra usando su cuerpo. Y hubo un clic. Aquello que permanecía casi oculto se nos mostró insoportable. Hace también muchos años, 20 exactamente después de la reforma Formica, desapareció al fin el delito de adulterio que cometían, atención, las mujeres y del que los hombres eran, en el peor de los casos, cómplices. Muchas, nuestras pioneras, lucieron pegatinas que clamaban: "Yo también soy adúltera". En realidad, fue una forma de reivindicar la autonomía y la autoestima. Cuando las mujeres reclaman y son tratadas como adultas toda la sociedad se hace mayor. Para bien.
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