Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
CON el permiso de Álvarez Junco, yo sí creo en el 2 de mayo. No podría ser de otro modo habiendo servido en Artillería, el arma a la que pertenecieron el sevillano Daoiz y su compañero Velarde, los dos oficiales que, junto al populacho de Madrid, salvaron el honor patrio en el momento que sus élites, empezando por la propia Corona, chaquetearon frente al petit corse. Profeso –no me avergüenzo– una suerte de patriotismo irónico, un tanto contradictorio y paradójico, y el día de hoy lo celebraré con mi imposible asistencia al acto en homenaje a Daoiz que anualmente celebra la cañonería sevillana en la Gavidia (este año se lo han merendado, ya veremos por qué), y la lectura del poema 2 de mayo, de Jon Juaristi, una pieza cachonda e irreverente, cuyo tono nos recuerda La venganza de don Mendo, de Muñoz Seca (un autor sin derecho a la memoria histórica), y al “muera conmigo el honor de Palencia” de Esa pareja feliz, de Berlanga. No hay duda de que parar querer bien a la patria –y a todo lo importante– hay que tomársela un poco a chota. Lo contrario genera bobos solemnes.
Más allá de chanzas, es curioso que una guerra como la de la Independencia –término que se forjó mucho después de concluida– sea tan desconocida por los españoles, pese a que una buena parte de nuestros mitos nacionales –2 de mayo, Bailén, Agustina de Aragón, etcétera– tienen su origen en ella. Lo cierto es que la francesada o Guerra del Francés, como le gusta llamarla a los catalanes, fue un conflicto que asoló el país económica, política y demográficamente, tanto que perdió la mayor parte de su Imperio. España pasó de ser una potencia en relativa decadencia a un país apestado y excluido del concierto europeo, un parque temático moruno para viajeros con ganas de experiencias fuertes. La destrucción, según algunos historiadores, fue incluso mayor que la de la Guerra Civil, afirmación que, no se sabe muy bien por qué, molesta a ciertas personas.
Pero hubo una cosa positiva de la Guerra, más allá de la expulsión de los invasores: el nacimiento de una nueva conciencia nacional que es inseparable de la Constitución nacida en Cádiz y de unos liberales que eran la izquierda de ese momento. Sin nación, como decía el otro día José María Marco, no hay democracia (tampoco seguridad social y escuela pública, añado yo). De cómo aquella izquierda que parió la nación española ha devenido en esta otra que habla de “plurinacionalismo” y es capaz de pactar con los que quieren destruirla es algo que merece una larga –y probablemente amarga– reflexión.
Y viva el honor de Palencia y mi capitán Daoiz, por sevillano buennombre Zapatones.
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