La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Internet?, ¿pero cómo va a tener internet el autocar, mujer?, ¿tú te crees que esto es el AVE? -me responde, con ternura agreste, y acaba -el motor arrancado- de contar viajeros. "Estamos. ¡En marcha!".
Cierro el portátil y los ojos, a tientas corro la cortinilla. "Cómo está de mugre", siento en los dedos. El solano, la canícula, el vaivén, los amortiguadores. Me abandonaré al camino, en un rato estaré frita. Palpo la palanca, tiro de ella. Al recostar el asiento, noto las rodillas del tipo de atrás clavarse en mis ijares. Ni se inmuta ("oye, las piernas, esto está estrecho"), ni me inmuto ("perdón, ¿te estoy aplastando?"). Los perfectos desconocidos me inspiran la más íntima de las descortesías. "Música del Sur", oigo decir al chófer. Se me viene a la cabeza esa tan chula, "I am a man of constant sorrow…". El estrépito de la aguja por el dial me hace abrir los ojos como platos. Se detiene en una emisora. Suena flamenquito apaleao. "Música del Sur", repite, asevera. La ciudad queda a mi espalda. Verano de 2017. Ruta de la Plata. Rumbo al norte. Viajar en asmáticos coches de línea, hacer como que escapo de mí misma, poner cara de viajera solitaria, esas pamplinas.
El tipo del asiento de atrás trata de mover las piernas, saca del bolsillo el móvil:
-¿Amorcito? ¿Cómo está la niña más preciosa de Cáceres? ¿Oye?, ¿me oyes? A esto le va y le viene la cobertura. Si se corta, vuelvo a llamar. Sí, en carretera. Calcula cuatro horas. ¡Qué nervios!, ¡las ganas me pican en los ojos!, ¡ voy a conocer en persona a mi novia! Te he comprado unos zarcillos, ¡ay mi niñ….!
Se le corta. Encoge un instante las piernas. Vuelve a marcar:
-Aquí estoy otra vez. Muchas ganas, princesa, de ver en vivo esa carita de porcelana. Mira que estás guapa en la foto del eDarling, y en la del Whatsapp. Eres de almíbar. ¡Te quiero y te quiero!, te lo diré hasta el día en que me bauticen con tierra. A mi hermana se lo he contado. Y voy a gritarlo a los cuatro vientos, ¡viva mi novia!, ¡te amo!, ¡que lo sepa todo el mundo!
No va por mal camino. Por lo pronto, nos hemos enterado de golpe cincuenta y tantos. ¡Qué volumen! Imagino que fuera del autobús también se escucha. El hombre del asiento de atrás ha conocido a través de una web de citas a la mujer de su vida. Llevan un mes saliendo. "Saliendo", lo dice así. Y 13 días prometidos. Van a verse por vez primera.
-He dejado la vuelta abierta, como me dijiste. Así me quedo hasta que encarte. ¡Me haces unas preguntas! Seré tu hombre para toda la vida. Yo por lo que traigo preocupación es por los geles y las cosas del cuarto baño, vaya a ser que se derramen en la maleta. En cuanto llegue saco los afeites, los ponemos en una bolsa aparte, vamos a la pensión, dejamos tus cosas y las mías. Y después vamos a hacernos el tatuaje. Mi nombre en tu pecho, el tuyo en el mío. ¡Qué te como yo esa cara!
Pienso en cuántos, a lo largo de los años, en las fichas de entrada a un país, han estado a punto de escribir, en "motivo del viaje", "por amor". Cuántos de este autobús besarán esta noche la piel del deseo. Quién dormirá sola.
-¿Yo? Claro, tal cual me ves en la foto: andaluz cien por cien. Un sevillano grande, juncal, moreno… No, de un pueblo. ¿Eso no te lo he dicho? Pegando a Osuna.
De pronto, algo ha cambiado. El hombre del asiento de atrás calla un rato, está a la escucha. Balbucea, dice algo que no se entiende. Baja la voz, responde "sí". Sí, es tan moreno porque es gitano. "Pero un gitano aparente", dice, "casta", dice, "buena sangre", dice. Traga saliva. Hago como que me miro el hombro para mirarlo de soslayo. El autobús entero lo está mirando con disimulo. Larga escucha, toses, tartamudeos. Vuelve a tragar saliva. Por fin, ella también se ha atrevido a decirle toda la verdad: es "un poco más mayor" de lo que sale en la foto. El conductor ha apagado la radio. Expectante, el autobús entero guarda silencio.
-No, vida, no se ha cortado, sigo aquí. Tú no te preocupes por nada. Yo soy un hombre de ley, y tú un pedazo de mujer de los pies a la cabeza. ¿Cuántas veces nos hemos dicho por el chat que nos amamos?, ¡a nosotros qué se nos importa lo demás!...
La llamada se ha cortado, o ella ha cortado, no sé. Esta vez, el hombre de atrás no vuelve a llamar. Levanto la palanca que incorpora el asiento. "Perdona, te tenía aplastado", me disculpo. No responde. "Ánimo, muchacho, irá todo bien", le dice el de al lado. "Mi amiga encontró por internet al que ahora es su marido. Tienen dos niños", interviene, asomando la cabeza, la de enfrente. Por fin se anima a hablar: Antonio. 41 años. Es la primera vez que hace un viaje tan largo. No sé qué de un tatuaje. La vuelta abierta. Se lía, está nervioso. Se le saltan las lágrimas.
Estación de Cáceres. "¡Arriba, campeón!", le dice uno; "Mira por ti", le dice otra; "La maleta, no te olvides", le recuerdo. Antonio baja del autobús. Se le acerca una mujer. Cincuenta y largos. Se besan en la mejilla. Tras las ventanillas, los pasajeros asistimos al momento mudo del traspaso de los geles de la maleta a la bolsa. Ahí se marchan, lentos, como arrastrando un peso. Antonio hace amago -imperceptible movimiento del brazo- de tomarla por la cintura. Se pierden de vista entre el trajín de los viajeros.
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