Volar con beodos

17 de septiembre 2017 - 02:32

Si hay un sector que se ha democratizado, que diría un cursi, o popularizado en precios y cantidad de consumidores, es el del transporte aéreo. Lejos quedan los tiempos en los que los viajeros se vestían elegantes para ir al aeropuerto, y en un vuelo Sevilla-Madrid te ponían de comer a las doce de la mañana sin sobreprecio y podías tomarte varios zumos de tomate, cosa muy de volar con Iberia. Hoy los aeropuertos son islas de Ellis del turista masivo, estabulado y pastoreado, para quien el precio del vuelo es, a diferencia de antaño, una partida secundaria de su presupuesto de Marco Polo del low cost. O más que del veneciano mítico, del Ulises con trolley que puede verse seriamente enmarronado en su periplo, quizá convertido en odisea. Un avión es una maquina enorme que vuela, donde no hay próximas paradas en la que usted se pueda bajar. Una aeronave en la que usted no ha elegido a sus compañeros de viaje. Y eso, la verdad, tiene sus riesgos.

Esta semana hemos sabido del enésimo incidente de un borrachuzo que ha decidido que su colocón está por encima del resto del pasaje que viaja, pongamos, de Málaga a un aeropuerto secundario de Londres. Es asombroso que la gestión del orden en una cabina con más de cien personas, cada una de su padre y de su madre, se confíe a tres o cuatro azafatas y azafatos. Sobre todo, cuando antes de acceder al avión te han hecho quitarte hasta la dentadura postiza por seguridad ante el terrorismo. La noticia no es que haya un beodo haciéndose, como dice un amigo, "un Melendi". Eso es habitual en los trayectos del turismo etílico, tan inglés, en el que España es campeona (también lo es en turismo de calidad: este país se vende solito y no le falta ni gloria). Lo noticiable del suceso es que otro pasajero, un Clint Eastwood, un ángel justiciero que mira por el bien y por los timoratos o débiles, lo redujo y lo puso en su sitio. Un héroe en Ryanair que suplió lo que no hicieron -cómo podrían-los pobres miembros mileuristas de la tripulación. Un jinete a 1.000 metros de altitud, que hizo palidecer al abusón pestoso, dando sosiego al alarmado pasaje (y a las azafatas).

He indagado si hay un debate sobre lo siguiente: ¿por qué no se establecen test de alcoholemia discrecionales en los aviones, y así poder dejar en tierra al borracho, que muchas veces no va solo, sino en compañía de otros? No he encontrado nada. Todo lo más, que se les va a hacer a los pilotos y otros tripulantes. Mientras, en un estadio no muy lejano, un aficionado no puede tomarse una cerveza fresca en el descanso.

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