¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
Llevo décadas investigando en los censos de Madrid y a veces voy solo a eso, a buscar las huellas de los artistas andaluces que se afincaron allí y que fueron enterrados a veces de mala manera. Allí se quedaron Paco el Gandul, el Chato de Jerez, Salvaorillo, Paca Aguilera, Manolo Escacena, Fosforito el de Cádiz o el Don Antonio Chacón. Cuando voy suelo pasar por las calles donde vivieron y sentarme a veces en los veladores de las mismas tabernas que frecuentaron. De alguna manera siguen allí. Tan enamorado estoy de ellos que hace justamente un mes me casé en la misma iglesia donde se casaron Rafael el Gallo y Pastora Imperio, la Parroquia de San Sebastián, con La Mejorana controlándolo todo. Me casé conmigo mismo, pero enamorado hasta las trancas.
El flamenco nació en Andalucía, esto es algo irrefutable, pero no tardó en hacerse un arte del mundo. Los grandes toreros que iban a Madrid en el primer tercio del XIX solían llevar en sus cuadrillas a verdaderos fenómenos del cante y el baile y ahí empezó a gustar este arte en la Villa y Corte: en las grandes fiestas que organizaban los matadores, que duraban varios días. Iban algunos miembros de los Ortega de Cádiz y un trianero, Paco el Gandul, de los primeros junto con Silverio y Juan Breva que empezaron a cantar en lugares como el Café de la Bolsa o teatros en los que se atrevían a programar cante andaluz.
A mediados del XIX, los diarios anunciaron la llegada de “un cantante flamenco”, Lázaro Quintana, o las de su tío El Planeta y María Borrico. No fue fácil que Madrid se hiciera una ciudad flamenca, en parte por los periódicos, que hasta llegaron a llamar “plaga flamenca” a los artistas que iban a buscarse la vida en los cafés. Para los madrileños, los flamencos no eran solo los que cantaban, tocaban la guitarra o bailaban. Los toreros eran también flamencos. “Todo es flamenco”, decían, como quejándose de que la capital de España se estuviera andaluzando tanto.
El jerezano Don Antonio Chacón, el cantaor más grande de la historia, adoptado por Madrid, le dijo un día a Galerín cuando le preguntó sobre cómo se trataba al flamenco en esta ciudad: “Se detesta”, le respondió. Una respuesta desconcertante, si tenemos en cuenta cómo lo trataron los madrileños, que hasta se quedaron con sus huesos. A lo mejor estaba dolido por otras cuestiones, es probable. Porque nadie en sus cabales puede decir que nuestro arte más universal no ha tenido siempre un buen sitio en la Villa y Corte, tanto en la época de los cafés como en la de los tablaos.
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