La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Minerva, la diosa del gobierno local
En tránsito
EL escritor Saul Bellow se quejaba de que el público norteamericano era tan exigente, en cuanto a la veracidad de los datos que aparecían en una novela, que a veces le resultaba mortificante escribir una escena muy sencilla sobre el encuentro de una pareja en un hotel. Si Bellow tenía que escribir que una pareja se encontraba en un hotel concreto de Nueva York o de Chicago, enseguida se ponía a pensar en las posibles objeciones que un lector maniático podía hacerle. ¿Cuántos pisos tenía ese hotel? ¿Podía verse la calle desde la habitación donde se alojaba la pareja? ¿Y había un botones en el hall?
Esta obsesión por la fiabilidad tiene sentido -y sólo hasta cierto punto- cuando se trata de un reportaje, pero cuando se trata de una novela o de un libro que juega con la memoria y la imaginación (esas dos caras de la misma moneda), la idea resulta cómica o incluso entra en el terreno de lo muy peligroso. La ficción sólo tiene dos reglas: la primera es que debe resultar verosímil; la segunda, que debe aspirar a revelar una verdad profunda que afecte a algo que tiene que ver con el alma humana. Un escritor no tiene por qué saber cuántos pisos tiene el hotel al que van sus personajes. Si tuviera que documentarse de forma exhaustiva sobre todos los datos que aparecen en sus novelas, es seguro que se volvería loco en muy poco tiempo. Y ya hay demasiados escritores locos o alcoholizados o aniquilados por la tarea de asomarse al abismo que se esconde en cada vida humana: un abismo, por cierto, en el que la belleza es inseparable del horror. Mientras una pareja de enamorados se ama en un hotel, un psicópata viola a una niña en la habitación de al lado.
Pero lo curioso del caso es que los norteamericanos no tienen el mismo nivel de exigencia de veracidad con las actuaciones de sus políticos. Las armas de destrucción masiva que supuestamente existían en Iraq pertenecían a un género de ficción no muy distinto del que inspira las novelas de Harry Potter, y aun así casi toda la población creyó en su existencia. Y no debemos pensar que en España estemos mucho mejor. Desde hace años vivimos instalados en una nebulosa que nos impide ver la realidad. Hay unas virtudes que antes se llamaban burguesas -la prudencia, el sentido común, la austeridad, la precaución ante las malas pasadas de la vida- que se han olvidado por completo o se consideran engorros de mal gusto. Y por eso somos cada vez más temerarios y manirrotos, y más incapaces de interpretar nuestra vida y lo que sucede a nuestro alrededor. Vivimos, igual que en una campaña electoral, rodeados de gritos histéricos, globos y entusiasmos fraudulentos. Y encima ni siquiera les exigimos a los novelistas que nos describan bien una habitación de hotel.
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