La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
La esquina
UNA escuela de negocios alemana, en colaboración con una empresa de Roquetas, había puesto en marcha un proyecto para formar y contratar trabajadores españoles en dicho país. La primera oferta fue para 500 jóvenes de menos de 21 años, y en un solo día se enviaron cuatrocientas solicitudes procedentes de toda España.
A los muchachos que superasen las pruebas de selección se les prometía una estancia de cuatro meses al norte de Berlín aprendiendo de manera intensiva nociones básicas de inglés, francés y alemán y los conocimientos precisos para sus futuros trabajos (hostelería, sanidad, transporte...). Después estarían entre dos y tres años trabajando de hecho como aprendices o becarios, pero, ojo, con los salarios establecidos en los convenios alemanes.
A cambio de estos contratos de formación con empleo posterior, los jóvenes aspirantes tenían que aportar unos trescientos euros. Y ahí es donde ha intervenido la Junta de Andalucía, que está investigando a la empresa porque no se fía de que el puesto de trabajo esté asegurado. A lo peor hay fraude, pero el éxito de convocatoria ha puesto de relieve que buena parte de la juventud tiene muchas ganas de trabajar, incluso pasando por encima de la hispánica animadversión hacia la movilidad laboral. Aquí tenemos un arraigo tan acendrado a la tierra que nos cuesta la misma vida aceptar un empleo que esté a más de cincuenta kilómetros de casa. La mentalidad sedentaria ha disminuido mucho en las nuevas generaciones, y ya son muchos miles los profesionales y licenciados que han buscado fuera lo que no encuentran dentro. Ahora se trata de que las nuevas tendencias de perseguir el empleo allí donde lo haya se extiendan entre los trabajadores menos formados y, por tanto, con menos posibilidades de inserción laboral en su terruño.
Con lo cual, y habida cuenta de que la locomotora europea parece haber vuelto a ponerse en marcha, estamos a un paso de vivir la segunda fase del Vente a Alemania, Pepe que popularizaron Alfredo Landa y Pepe Sacristán, símbolos imperecederos de la España pobre y, por ello, migrante, de los años sesenta. Ahora no irán con la maleta de cartón amarrada con una guita viajando en trenes lentos y atestados, ni llevarán chorizos y tortillas para repartir en el compartimento, ni dejarán en el pueblo una novia desconfiada que hablará con ellos a duras penas desde la centralita telefónica ni coincidirán en la casa de huéspedes con el exiliado resentido, pero buena persona en el fondo. Los que van a ir viajarán en AVE o vuelos de bajo coste, llamarán desde el móvil y chatearán con sus seres queridos, se casarán con una alemana y procurarán integrarse en su nuevo país. Seguiremos yendo a Alemania, pero mejor.
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