¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Capitanía y los “contenedores culturales”
La tribuna
APRENDÍ a leer en un colegio de monjas de un pueblo andaluz a mediados de los sesenta. En esos centros las profesoras distaban de tener buena preparación, pero había cosas peores que las clases. Por ejemplo, las monjas no valoraban a las niñas por sus actitudes o aptitudes, sino por las fortunas de sus familias. Aunque ese trato no era nada formativo, lo era aún menos ver a diario a las huérfanas fregando de rodillas los interminables pasillos cuando eran tan pequeñas que apenas podían con el cubo. Además, entre la misa, los rezos de mañana y tarde, triduos, novenas y los meses de María, pasábamos en la iglesia más de una hora cada día.
Acababa de cumplir diez años cuando me matricularon en un instituto de enseñanza secundaria público para hacer el bachillerato. Allí dejaron de hablarnos de pecados incomprensibles y nos explicaron matemáticas, historia contemporánea (incluida la innombrable Revolución Rusa), literatura española (incluidos Lorca y Machado), física y química, esta última la más deslumbrante de las asignaturas. El aburrimiento en la penumbra de la iglesia fue sustituido por el griterío de las carreras y saltos en el gimnasio, y el mundo exclusivamente femenino del colegio por las aulas mixtas, en las que las niñas teníamos arrinconados a los niños, a pesar de que éramos sólo la cuarta parte de la lista. Curiosamente, en las clases de religión oí hablar por primera vez de dictaduras, sindicatos no verticales, partidos políticos y elecciones libres. El cambio fue para mí una auténtica liberación.
La creación de institutos de secundaria como el mío propició uno de los mejores cambios de la sociedad española, pues permitió el acceso de los españoles, y de muchas españolas, a la universidad, y sirvió de preparación para la llegada de la democracia. Uno de los mayores logros de ésta ha sido la construcción de centros de Enseñanza Primaria y Secundaria para que todos los niños y niñas españoles tengan acceso a una educación pública, mixta y laica.
A pesar de ello, lamentablemente no todo en la educación pública es encomiable. Muchos de mis compañeros de facultad, y años después mis alumnos, me han ido contando su desaliento como profesores de instituto cuando se les ha ido perdiendo el respeto por parte de los alumnos y luego se les ha ido quitando la razón y la autoridad por parte de las instituciones. El malhadado lema de "inglés sin esfuerzo" de alguna academia de idiomas ha sido un virus del que parecen haberse contagiado los responsables políticos encargados de gestionar la educación, quienes al parecer han llegado a la conclusión de que se puede aprender sin esfuerzo, y de que los alumnos en un aula no necesitan que el profesor detente la autoridad. Así, en muchos casos se ha llegado a la paradójica situación de que la principal ocupación del profesor no es enseñar, sino mantener un mínimo de orden en el aula. (El promedio de tiempo que un profesor de Secundaria andaluz dedica a la enseñanza por hora de clase no llega a 30 minutos)
Si el desaliento de los profesores es grande, el mayor perjuicio lo han sufrido los alumnos, muchos de los cuales no han desarrollado toda su capacidad intelectual porque sus profesores no se lo han exigido. Pero sobre todo no han aprendido algo fundamental: que para conseguir cualquier cosa en la vida hay que esforzarse.
Los mejores de estos alumnos son los que llegan a las universidades, y con todas las carencias de una educación Secundaria mal enfocada, no hay un solo año -y este curso hace treinta que empecé a dar clase- en que no haya tenido unos cuantos alumnos que obtienen resultados deslumbrantes.
Esos alumnos que ya han sido zarandeados por varios cambios de orientación pedagógica no merecen encontrarse con otra ceremonia de la confusión al llegar a la universidad, porque a pesar de la crisis, muchos de ellos siguen estando dispuestos a dejarse la piel en ella. Ellos son una de las principales razones de existir de la universidad y a causa de ellos los profesores universitarios no podemos limitarnos a impartir clases, dejando la organización de la universidad en manos de quienes, bajo un discurso formalmente defensor de lo público, practican el acomodamiento y el clientelismo. Son los que pregonan que lo democrático es defender a ultranza la permanencia de los que están dentro cerrando la puerta a los más brillantes de las siguientes generaciones, que cualquier crítica a su gestión es un ataque a la universidad pública o que copiar en un examen es un pecadillo de poca monta.
Por respeto a esos alumnos y por respeto a los profesores de Secundaria que contra viento y marea les han ayudado a llegar hasta nosotros, los profesores universitarios, defensores de la universidad pública, tenemos la obligación urgente de señalar lo que creemos que hay que cambiar en ella para mejorarla y hacer todo lo que esté en nuestra mano para cambiarlo.
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