La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
UN amigo, husmeador de geografías urbanas, me mandó recientemente una foto con carteles que pedían la expulsión de los turistas de la ciudad. Me recordaron a aquellas pintadas de los ochenta que exigían a los yankis que se largasen a su home. En ambos gritos había y hay mucho de injusticia. Nuestras economías necesitan del turismo tanto como, durante la Guerra Fría, la defensa del sur de Europa dependía de la VI Flota (y aún hoy). Pero en los dos lemas podemos encontrar también algunas razones que conviene entender. Centrémonos en el turismo. Es evidente que el problema está en la saturación, no en el fenómeno en sí mismo. De hecho, hasta no hace mucho, el turista era visto como un ser simpático con el que uno podía ejercer un cierto paternalismo indígena.
En años de veraneo en Canarias nunca escuché una queja de los guiris, hasta que el pasado fin de semana toda España se quedó sorprendida por las manifestaciones masivas en el archipiélago contra la turistificación. Yo he mamado y amo la ya desaparecida Canarias rural y agrícola, con sus plataneras y sus malpaíses; sus magos de puñal, bigotito y sombrero de fieltro; y sus doñas cargando en la cabeza las bombonas de gas, como si fuesen guineanas. Y me duele verlo todo contaminado por un turismo maleducado y tropicaloide. Pero soy consciente de la importancia que tuvo el fenómeno en aumentar el nivel de vida de unas poblaciones que vivían en una pobreza de arañas, que diría Borges. Eso sí, hasta recientemente era un turismo de hotel de playa, confinado en unas reservas que olían a after sun de coco y de la que apenas salían para hacer una fotos y comprar cacharrería electrónica. Sin embargo, ahora el turismo ha hecho metástasis, ha abandonado sus nichos de siempre y ha invadido las ciudades, condenando a los aborígenes al exilio en unas periferias cada vez más estereotipadas. No hablamos de los humildes y desposeídos que sufrieron en los 90 la gentrificación, sino de clases profesionales que son incapaces de pagar las rentas que se exigen para habitar no ya en los centros de las ciudades, sino en sus primeros anillos de expansión.
Ante esto lo habitual es clamar por un turismo de calidad, lo cual está bien siempre que tengamos en cuenta que es un eufemismo cuyo verdadero significado es “turismo rico”. Es decir, cerrar el coto solo a los pudientes y discriminar a las rentas medias y bajas. Inviable en la sociedad demopopulista actual. Además, quizás, dentro de unos años las clases altas consideren una ordinariez viajar. Yo, que soy un menesteroso con alma de rico, ya lo estimo así. Y cuando lea estas líneas estaré camino de Roma.
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