¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Capitanía y los “contenedores culturales”
La ciudad y los días
EL bochornoso y pegajoso septiembre sevillano, verano innatural, estío invasor, calores maleducadas que ignoran el calendario que marca el ir y venir de las estaciones, puso esta semana su mano ardiente de insanas calenturas sobre octubre. Y además con engaños. Fingiendo nublados, amagando lluvias y haciendo correr espejismos de aires frescos… Sólo para hacernos creer que ya estaba aquí el otoño con sus anocheceres tempranos, su arroparse entre sueños, sus mañanas frescas, sus lluvias primeras, sus membrillos, boniatos y arropes de mosto y calabaza. Todo para sofocarnos a traición, como un pesado bromista que nos esperara en el rellano de la escalera o al final del más leve esfuerzo para volcarnos encima un cubo de sudor que nos empapa en un instante.
Menos mal que la naturaleza, en su sabiduría, permitió que Sevilla fuera una ciudad sin cuestas, sólo con las rampas suaves del Bacalao o del Rosario que se miden por el patrón de chicotás largas de aplausos y chimpunes. ¿Se imaginan lo que sería luchar con las calores leales de junio, de julio y de agosto, que entran por derecho y atacan de frente, o con los traicioneros y pegajosos bochornos de septiembre mientras se sube una cuesta de verdad, no una cuestecita como la que enfilan con su paso largo el Amor y el Silencio para alcanzar Placentines o como la que remontan los costaleros Atlas de Santa Catalina -un mundo entero de romanos, sayones, cruces, ladrones y caballos pesando sobre ellos- para llegar a la Pescadería, sino una cuesta de esas que obligan a caminar en ángulo agudo? ¿Cómo iba a soportar cuestas de verdad la exagerada ciudad que celebra con Campanilleros que la Macarena corone la leve cuesta del Bacalao?
Anteayer mismo, por la ventana abierta a través de la que veía un cielo grisáceo que trileaba con lluvias, entraba un aire que pretendía venderme promesas de rebecas, franelas, haz de luz de una lámpara baja, camilla, taza de té, tortas de aceite de Ochoa y lecturas gustosas. No me creí los grises, ni esperé oír caer la lluvia, ni le eché cuenta al mentiroso vendedor de escalofríos que invitan a recogerse. Hice bien. Ayer, mientras escribía este artículo, a través de esa misma ventana se veía un cielo desafiantemente azul y entraba el sol derramando la melaza caliente de otro día de bochorno. Hagan como yo. No se fíen de estos breves frescores, de estas lluvias impuntuales y perezosas, de estos nublados mentirosos, de estas promesas de otoño. Son tan falsos como las avanzadillas de la primavera que se aparecen, por sorpresa, un medio día de febrero para desvanecerse inmediatamente.
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