La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Como les decía la pasada semana, el llamado transhumanismo presenta gigantescos problemas éticos. Para empezar, afirma la doctora De los Ríos Uriarte, el proceso gradual al que esta corriente hace referencia, en la medida en que elimine la enfermedad, la vejez, el sufrimiento o la muerte, terminará erradicando nuestra propia naturaleza como seres humanos y creará una nueva raza que será primero transhumana y después de culminar la transformación, poshumana, compuesta entonces por entidades perfectas que ni se equivocan, temen ni sufren.
De igual modo, y dada la previsible coincidencia en el tiempo de entidades humanas de distinta esencia, lanza un desafío inconmensurable al Estado de bienestar y al propio Estado de derecho (así lo aprecia el politólogo Klaus-Gerd Giesen, para quien estamos ante la probable ideología dominante de la cuarta revolución industrial). Goza además, advierte Giesen, de una vocación altamente política: “El ser humano natural, predican, ha quedado obsoleto y debe ser mejorado por la tecnología; conviene fusionar completamente el ser poshumano y la máquina; conviene superar el humanismo”. Urge, pues, antes de que las posturas se encuadren en el binomio izquierda/derecha y se enquisten para siempre, hallar soluciones éticas satisfactorias.
Albert Cortina, uno de los expertos españoles de referencia en este tema, formula cuatro críticas básicas a la idea transhumanista. Pretende ser, expone la primera, una liberación de nuestra condición biológica que en el fondo desprecia el cuerpo, atacando así el núcleo mismo de nuestra identidad. Avisa la segunda de que los avances tecnológicos no reglados contrarrestan los valores éticos universales de libertad, dignidad y bien común. Es la tercera el peligro real de que la inteligencia artificial empiece a tomar decisiones autónomas, ininteligibles para nosotros. Por último, culminada la revolución, existirán grupos que querrán hacer valer sus intereses económicos y de control. Libertad y felicidad nos serán hurtadas, convirtiéndonos en adoradores de una deificada inteligencia artificial.
Al cabo, quizá el mayor riesgo es que toda la reproducción humana sea puesta en manos de la tecnología. Sería la creación del Homo Deus, pero no en beneficio de todos, sino de una minoría controladora de tales tecnologías. Es, en el fondo, un programa claramente eugenésico. Y ya sabemos cómo acaban en la historia estos perversos experimentos.
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