La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Minerva, la diosa del gobierno local
Quizá yo no sea la única que se asombra del tiempo, de su paso y su cuenta, de los hitos personales e históricos, esos momentos y eventos que marcan un antes y un después. En cómo concebimos el tiempo y los tiempos, en qué los fija y hace girar o cambiar de fase (una pandemia, el primer trabajo, la muerte de un ser querido, un amor…), fraguamos el relato de nuestras vidas. En este sentido, hay fechas consignadas socialmente como relevantes que sentimos como un cambio o muesca, y en las que nos prometemos a nosotras mismas no sé qué cosas, y que en el fondo sabemos que no supondrán ningún cambio significativo, pues no hay conversiones de un día para otro, ni hechos trascendentales prefijados. De sobra sabemos que el fin de un año y el principio de otro es un acuerdo como otro cualquiera, calculado de forma solar, lunar o lunisolar, según la cultura. Sin embargo, necesitamos hacerlo significativo, convertirlo en un rito de paso, llenarlo de rituales y supersticiones que palíen la incertidumbre, pasarlo tomados de la mano como si acaso diéramos un salto temporal sobre un abismo. Aunque el sistema capitalista reduce todo esto, como cualquier otra cosa, a dinero (comilonas, cotillones, viajes, lentejuelas…), no está de más celebrar, hacer balance aunque sea un instante, agradecer, aspirar a soltar, e incluso dejar que la voluntad –esa déspota– se proponga maltratarnos imponiéndonos gimnasios, madrugones, dietas, trabajos impecables, lecturas obligadas y otras mortificaciones del cuerpo y del alma, que nuestro sentido común sabrá frustrar enseguida. El nuevo año nada cambia, el afán por cambiar nada cambia: nos transforma asistir de ojos abiertos a la dureza y la ternura de cada día.
Al echar la vista atrás, celebro y bendigo a la mozuela que fui, ilusionada por estrenar vestido en Nochevieja y que vivía el paso de año como un fenómeno cuántico. Que creía que el año nuevo era la ocasión de un tiempo nuevo, que iniciaba con buena letra, como quien estrena un cuaderno. Ahora, lejos de las efusividades con plazo fijo, aprovecho la ocasión que nos brinda el calendario para bajar la marcha y afinar el oído, a ver si soy capaz de escuchar lo que el corazón me pide: tiempo al tiempo, como dicen los cabales. La principal pobreza de nuestras vidas es la de tiempo y asiento para poder estar a gusto con nosotros mismos y con quienes elegimos. Frente al tiempo de las agendas, les deseo tiempo vivo, ese al que muchos llaman, equivocadamente, ratos muertos. Buen año.
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