La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
La tribuna
EL sistema penitenciario español ejecuta las penas de prisión impuestas por los tribunales a los sentenciados conforme a un sistema de clasificación que les asigna tres posibles regímenes de vida. En primer lugar, un régimen ordinario o común, aplicable a reclusos que pueden desarrollar un modelo de convivencia normal, con medidas de seguridad estándar, y que en el caso de los penados lo hace asignándoles el segundo grado de tratamiento. En segundo lugar, un régimen cerrado con medidas de seguridad reforzadas -según qué casos, incluso máximas- donde como amarga necesidad encuadra a reclusos de peligrosidad extrema o que manifiestan conductas que grave y continuadamente atentan contra la seguridad y la convivencia ordenada, representando por ello un peligro para el resto de la comunidad penitenciaria, asignándoles el primer grado de tratamiento. Y finalmente, un régimen abierto, para penados capacitados para incorporarse a un modelo de semilibertad, caracterizado por bajas medidas de seguridad y un sistema de salidas autorizadas que puede llegar a ser muy amplio, concediéndoseles el tercer grado penitenciario.
La asignación del tercer grado se adopta en una resolución de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias -ámbito de la Administración General del Estado-, fundándose en propuestas razonadas de las Juntas de Tratamiento de los Centros Penitenciarios. Dichas propuestas se basan en un estudio multidisciplinar que evalúa el historial personal individual, psicológico, familiar, educativo, laboral, sanitario, social, y delictivo, así como la magnitud de las penas a cumplir. La decisión de clasificación en tercer grado de un penado presupone un pronóstico de reinserción social favorable que constata su aptitud para incorporarse a un régimen de semilibertad y que verifica la superación por el penado de aquellos factores que condicionaron su actividad delictiva.
Ahora bien, esa decisión nunca, jamás, y bajo ningún concepto, puede llegar a realizarse sobre la falaz identificación entre pronóstico de reinserción social favorable con una adecuada adaptación social. Ello conduciría a la errónea conclusión de que un delincuente está supuestamente reinsertado por el hecho de constatarse en él adecuados niveles educativos, formativos y laborales, su pertenencia a familia normalizada, ausencia de conductas adictivas, circunstancias todas perfectamente predicables en el caso de la mayoría de los criminales de cuello blanco y de los delincuentes encuadrables en el fenómeno de la corrupción.
Efectivamente, se incurriría en manifiesto error si se clasificase a un penado en tercer grado sin tomar en consideración que dicho delincuente modificó realmente los factores de su personalidad que condicionaron su actividad delictiva, lo que puede objetivarse entre otras en variables tales como que asuma que su conducta criminal supuso un grave atentado contra valores cívicos básicos, que haya desarrollados planteamientos autocríticos tomando conciencia del mal causado, y a que manifieste y objetive de forma concluyente sinceros sentimientos de culpa y de arrepentimiento. Y se incurriría en patente error de conceptos si llegara a afirmarse que un criminal se ha reinsertado por presentar un perfil de alta adaptación social, y que incluso ya estaba reinsertado socialmente al tiempo de cometer su delito, lo que es imposible conforme a la naturaleza de las cosas, ya que la propia comisión de ese delito objetiva la necesidad de su reeducación.
En casos de delincuentes de alta normalidad social pero no reeducados al tiempo de su clasificación, la actividad penitenciaria debe desarrollarse en el régimen ordinario, asignando el segundo grado, y ofreciendo programas de actividades que activen en el reo la conciencia del mal causado -a la sociedad y a las víctimas, con satisfacción de responsabilidades económicas, y desplegando esfuerzos reales por reparar el daño causado- y que potencien el desarrollo de sinceros sentimientos de culpa y de arrepentimiento como primer paso hacia la verdadera reinserción, que sólo puede entenderse alcanzada cuando el penado adquiere la voluntad y la capacidad de mantener una vida respetuosa de la ley penal.
Este planteamiento nos demuestra que reeducación y reinserción social, ideales del tratamiento penitenciario, son suficientes para la defensa de la sociedad, perfectamente compatibles con los límites máximos a los que nos pueden conducir las ideas retribucionistas y de prevención general positiva.
Para evitar errores de diagnóstico formulados por la Administración penitenciaria, la normativa ha atribuido al Ministerio Fiscal la posibilidad de recurrir aquellos terceros grados concedidos por la Administración que puedan resultar improcedentes, posibilitando un control judicial a posteriori. Por eso las Instituciones Penitenciarias vienen obligadas a notificar al fiscal todas sus decisiones de clasificación inicial en tercer grado y las de su progresión. Este ejercicio de transparencia y de sometimiento al control judicial posibilita al fin corregir eventuales errores y minimizar los riesgos de favorecimientos injustificados y discriminatorios.
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